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Todo inicia aquí, en un cuarto. Cuatro paredes blancas y dos rosadas que con los años se fueron llenando de pequeños garabatos hechos con grafito que al final, fueron borrados injustamente.

Aquél cuarto se había convertido en mi lugar seguro, en donde podía tener la certeza de que nada iba a sucederme; era mi Oasis, mi manera de ignorar que vivía rodeada de un verdadero infierno.

Con el pasar del tiempo, dejé de sentir la emoción de salir y tener empatía hacia las demás cosas.

Mi madre solía decirme que no podía pasar toda mi vida entre cuatro paredes, una ventana y una puerta. Sí, podía. Claro que podía más no debía. Vivir aislada de un mundo, a pesar de que no era sano, me parecía la mejor opción.

Me habían derrotado, incontables veces me había quedado atrapada dentro de un lazo que lucía como un por siempre y que acabó siendo un nunca. Dentro de aquél lugar se hallaban impregnados mis peores momentos, las veces en donde había mirado el techo y me habría preguntado el porqué de toda mi existencia.

La dependencia emocional con otra persona se basó en casi toda mi adolescencia, todo fue hermoso hasta que terminé por caer en la triste realidad de que nada se trata de un por siempre; caí en esto, en ese mismo abismo sin final que muchos llaman depresión. Y odio que me pidan una razón cuando la tristeza y vacío que siento es algo que simplemente no puedo arrancarme del pecho y llenarlo con una felicidad falsa que termina siendo aún peor que la desesperanza.

Fueron noches en donde lloré a solas, quizá pensando en lo injusta que era la vida en ocasiones, o quizá pensando en todos mis fracasos, como era de costumbre. ¿Pensar en mi niñez? Era bastante tedioso sacar algún recuerdo claro de una infancia llena de sonrisas; sólo había pasado otros diez grandes años encerrada en mi habitación, ignorando los gritos de mi familia en los pasillos, ignorando sus miradas de total burla. Las cuatro paredes pasaron de ser mi salvación a mi perdición, porque una vez que probé el dulce elixir de la soledad, no quise abandonarla nunca.

Y aquí me encuentro, escribiendo una carta que al final se sumará al montón que escondo en mi libreta, debajo del libro de álgebra y al lado de la caja de los marcadores.

Cartas que Nunca Envié y que Pronto QuemaréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora