Epílogo o cómo el mundo ardió en llamas.

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Las manos desordenadas se encontraban en sitios prohibidos. Los roces cálidos de las manos de San le estaban volviendo loco. Un dios, SU dios a lo largo de toda su vida, el ser inhumano que le había salvado la vida innumerables veces resultaba no ser nada de lo que él creía.

A parte de ser en realidad el hijo del Diablo, que originariamente era un ángel, era también su hermanastro. Él era hijo del Diablo. Pero no se sentía diferente, ¿o sí? Nunca sintió todos esos impulsos pecaminosos de los que los sacerdotes hablaban. No sintió ira, no quiso matar a nadie...

Aunque había matado a muchos monstruos, él no consideraba que aquellas muertes hubieran sido un pecado. Las consideraba justicia. Sin embargo, sí se dio cuenta de que cuando tenía la espada en la mano y la devoción por San en el pecho sentía que él era el dueño de todo. Que no importaba lo que se le pusiera por delante, él protegería a su gente. A su entonces dios.

Y ahora sabía la historia de San. Un querube caído del cielo. Arrojado por los dioses, mucho más poderosos que los arcángeles, mejor dicho. Con él, Satanás, Lucero cuando San nació. Por eso San podía hacerse pasar por un dios: tenía poderes celestiales.

Pero era su hermanastro.

La piel cremosa y radiante no podía ser objeto de sus deseos. Sus oscuros ojos no podían ser el pozo en el que quería zambullirse y no salir. Sin embargo, allí estaba, dejando que San le tocara. Que el roce de su aliento en sus mejillas le crease un cosquilleo irremediablemente donde nadie tocó jamás.

Entonces entendió todo. Allí estaba la prueba. No podía sentir eso por San, pero aún así, lo sentía. Esa conexión que tuvo con él en desde el principio de su vida era mucho más que simple devoción. Sentía amor. Uno que no se puede controlar, pero que es enfermizo.

- San... deberíamos parar.

San alzó la vista, clavando su mirada en los ojos cafés de Wooyoung.

- Te amo, Wooyoung, y lo he hecho desde el día que naciste.

Antes de que éste pudiera responder, un estruendo mucho más ensordecedor de lo que nadie jamás había experimentado les interrumpió. El templo se sacudía violentamente, fracturando las columnas, el techo y el suelo con ello. Corrieron fuera para averiguar qué había pasado.

Un rayo rompía la superficie a la mitad y conectaba cielo con tierra. Un olor a azufre inundó sus fosas nasales y los alaridos de los humanos eran tan altos que casi no se oían. Más rayos caían, más reventaban la tierra.

Personas corriendo de un lado a otro, muchos de ellos heridos intentaban huir de la catástrofe, fallando en el intento.

- San, ¿qué es esto?

Wooyoung miró al aludido, encontrándole perplejo.

- Lo están haciendo otra vez, pero se recrean en esto... No sé qué hacer.

Wooyoung entendió enseguida. Los dioses estaban destruyendo Gardenial como castigo a San por..

- ¿Por qué lo hacen?- preguntó, incapaz de procesar.

- Por ti. Por nosotros. Somos los hijos de Satanás, cometiendo un grave pecado, mucho más grave que mi nacimiento o el tuyo. Amarnos es el peor pecado que podíamos haber cometido... - los ojos de San estaban cubiertos de lágrimas.- Lo siento mucho Wooyoung, pero creo que vamos a morir.

Wooyoung sujetó su mano sin miedo, aceptando su futuro sin inmutarse. Toda su vida había sido una mentira, y ahora que tenía una verdad inefable, una verdad eterna, no le importaba morir en paz.

Otro estruendo que no sonaba como los truenos se alzó sobre ellos. De las grietas que habían causado los rayos comenzaron a salir inmensas lenguas de fuego acompañadas de magma.

- ¿Eso es...?- preguntó Wooyoung.

- Sí, nuestro padre- respondió San.

- ¿Quiere decir que estamos salvados?- dijo casi esperanzado el más joven.

El rubio sacudió su cabeza, centrándose por fin en Wooyoung. Le estrechó entre sus brazos un poco más, tan solo un poco más. Gardenial había sido su lugar a salvo de todo, si tan solo él no hubiera nacido... Ahora no conocería el amor. Prefirió haberlo vivido por al menos un par de horas, que no haberlo vivido jamás.

- No, Wooyoung, esto es el cataclismo.

Ambos se fundieron en un firme abrazo, del que no se soltaron.

No se soltaron cuando el techo se les cayó encima.

No se soltaron cuando los rayos golpeaban su piel y la quemaban a su paso.

No se soltaron cuando el suelo se abrió bajo de ellos y magma ardiente les recibió.

No se soltaron nunca.

Pangea inevitablemente se separó. 

Pero ellos nunca se soltaron. 

FIN

GARDENIAL ~ WoosanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora