2. El origen.

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Era curiosa la manera de pensar de los dioses.

Orginalmente eran entes inmensos, casi inmensurables por el ojo humano. Sin embargo, su poder procedía de la devoción que ellos les profesaran. Cuando poco a poco comenzaron a perder grandeza, se transformaron en humanos para ayudarles desde la Tierra, y así demostrarles su verdadero poder para que ellos volvieran a creer. 

San no era diferente a todos ellos. Había vagado milenios por Pangea camuflado en su forma humana, hasta que tuvo la oportunidad y decidió ayudar a los humanos. Todo parecía ir de perlas: se sentía poderoso de nuevo gracias a la veneración que le profesaban sus nuevos fieles y encontró un lugar perfecto para asentarse con ellos.

Con el paso del tiempo, se fue encerrando en sí mismo. Ayudó de tal manera a los humanos que ya no necesitaba que ellos le vieran. Sabía el efecto que provocaba, sabía lo que causaba en ellos cuando observaban su inmaculado rostro.

Él mismo sabía qué aspecto tenía. Su cabello rubio cubriendo levemente sus ojos cafés y las vestimentas blancas que nunca se ensuciaban rebosaban un brillo angelical con cada uno de sus pasos. Simplemente, se cansó de ser adorado por su físico, y prefirió hacer algo verdaderamente merecedor de esa fe.

Por ello, les otorgó sabiduría a los humanos, conocimientos para sobrevivir.

Y entonces, después de observar como cada generación moría, y comenzaba una nueva, empezó a tener nuevas inquietudes que no había sentido antes. Veía a las familias crecer, perdurar en el tiempo con sus vástagos, siguientes generaciones que se harían cargo de los conocimientos previos y los que estaban por venir.

Quiso tener un hijo. Carne de su carne.

No era imposible para los dioses engendrar, de hecho, era mucho más sencillo que para los humanos. Un simple halo de luz era capaz de dejar encinta a cualquier mujer en edad fértil. Lo intentó mil veces, y desafortunadamente, no lo consiguió. Tal vez le faltaba algo.

Algo importante que los humanos sentían los unos por los otros.

Amor.

Le faltó amor hasta el día en el que devolvió la respiración a aquel pequeño bebé de ojos oscuros.

Se sintió tan asqueado de sí mismo por tan solo sentir emociones humanas, que se propuso olvidar todo lo que supiera de él. Dejó de intentar visualizar lo que el pequeño hacía, cómo crecía y cuál era su forma de ser.

Y estaba funcionando.

Al menos hasta veinte años después.


- ¡CUIDADO ARRIBA!- gritó una voz ya conocida para él.

El aludido giró su espada en el aire, cortando por la mitad a un goblin volador que se acercaba a atacarle.

- Gracias Seonghwa, no la había visto.

- No hay de qué, Wooyoungie.

Después de acabar con la horda de goblins que habían amenazado la ciudad, la decena de paladines volvía a la sede de la Orden ilesos. La brillante armadura de Wooyoung tan solo resaltaba el brillo de sus ojos, y el calor en su pecho le decía cada día que allí estaba su lugar.

- ¿Queréis ir a beber algo, chicos?- preguntó Park Jimin, uno de los paladines de rango alto.

Wooyoung y Seonghwa aceptaron de buena gana. Gardenial era famosa por sus posadas acogedoras que servían la mejor cerveza de la región. Después de una visita rápida a la sede para reportarse, se dirigieron a la famosa posada de H. Allí, luego de dejar a sus caballos en el establo, se encontraron con algunos compañeros más, que habían vuelto de asegurar el oeste de la ciudad de unos duendecillos molestos.

GARDENIAL ~ WoosanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora