It's terror time again

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El lunes 2 de marzo el cielo estaba despejado en Santiago de Chile. A la una de la tarde con tres minutos un hombre caminaba con algo de prisa por una concurrida calle del centro.

Cerca de una parada de autobús aquel hombre se detuvo. Era de lo más normal ver que alguien de pronto detuviera su andar, fuera quizás porque se había dado cuenta de que había olvidado algo, o por cualquier otro motivo. El hecho de que pasaran más de diez segundos sin que el hombre de aspecto oficinista se moviera comenzó a llamar poco a poco la atención del resto de los transeúntes, que luego de echarle un leve vistazo pasaban de largo.

A los treinta segundos de haberse detenido, y de no moverse de aquel sitio ni un par de centímetros, los transeúntes aminoraban su velocidad para observarlo con mayor detalle, notando así la vacía expresión en el rostro del desconocido. Unos se alejaban rápido, otros sacaban sus teléfonos y comenzaban a grabar. Ya llevaba un minuto sin moverse y con la misma expresión, cuando un paco se acercó a ver qué sucedía con aquel hombre. El desconocido no respondió cuando el uniformado le pregunto si estaba bien. El oficial le tocó el hombro derecho para ver si así lo hacía reaccionar.

No fue la mejor de las ideas.




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Lo peor del caso fue que aquel hombre que vestía como oficinista no fue el único en presentar ese extraño comportamiento, sino que en otras comunas y municipalidades varias personas presentaron la misma actitud. Y reaccionaron de la misma forma que el primero. Diez personas; ocho hombres y dos mujeres, en distintos puntos de Santiago, mordieron cada quien al infortunado que se acercó a preguntarles si estaban bien.

Para la una de la tarde con cinco minutos numerosas personas corrían en pánico por varias de las principales calles de la ciudad, tratando de ponerse a resguardo de la escalada de violencia que le siguió a la mordida inicial. A la una de la tarde con diez minutos sonaban las sirenas de la policía, con los coches patrulla acelerando para llegar a los lugares donde se reportaban los hechos violentos. Los uniformados sabían que no se encontrarían con delincuentes armados con cuchillos u otro tipo de armas, no. A bordo de uno de los coches patrulla, dos oficiales iban sin decirse nada entre sí, viendo a través del parabrisas cómo la gente corría, cómo la gente huía del lugar con la visible huella del terror en sus rostros. El auto oficial se detuvo con un rechinido de los neumáticos.

Ambos oficiales salieron de la unidad con sus armas listas. Cuatro sujetos completamente bañados en sangre se acercaban corriendo, gritando como posesos y sin aparente coordinación entre sí. Los pacos abrieron fuego derribando a uno sin que los otros tres se detuvieran a pesar de haber recibido certeros impactos en el tórax. Los dos volvieron a subir al auto y cerraron sus respectivas puertas. Al instante los tres agresores rodearon el vehículo poniéndose a golpear los cristales del parabrisas y las ventanas con sus manos manchadas de sangre. El oficial que iba en el asiento del conductor tomó el radio.

- ¡Aquí la unidad 2135, solicitamos refuerzos en la calle Agustinas! ¡Solicitamos refuerzos! -dijo desesperado, casi pegando su boca al intercomunicador. Los hostiles parecían dispuestos a volcar el carro, lo zarandeaban de un lado a otro. El oficial en el asiento del copiloto se sujetaba de donde podía, deseando estar en cualquier otro lugar menos ahí.

-No te quedes sin hacer nada, weon, agarra el rifle, el rifle, weon -ordenaba el conductor a su pareja. Este de inmediato hizo lo que le dijeron y nervioso se puso a preparar el arma para el momento en que tuviera que dispararla contra aquellos aterradores seres.

A lo lejos se escuchaban más sirenas, esperaban que fueran los refuerzos, que fueran las Fuerzas Especiales de Carabineros, que poseían mejor equipamiento para encarar la amenaza, la amenaza que ahora había llegado a suelo chileno.

La muerte ha renunciadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora