Don't fear the reaper (parte 2)

14 4 0
                                    

                           8

Pero hubo un problema. Aquel hombre no era ni por asomo un experto con las armas. No se había dado cuenta que su pistola ya no tenía balas. Jaló repetidamente el gatillo sin que el cañón del revólver escupiera un solo proyectil. Kimberly Tavares de nueva cuenta no podía creer la suerte que se cargaba.

El alarido de los zombis los puso a todos en alerta, esos cabrones estaban cerca. De la misma esquina de la que salió el padre salieron otros seis hombres que parecían vestir como vaqueros de un filme western. Iban armados, y en cuanto el que parecía el líder (que de hecho Kim supo que así era, porque lo había visto una vez hacía una eternidad) la vio, levantó el cañón de su cuerno de chivo recortado. Pero hubo otro problema.

Justo cuando se disponía a ejecutar su venganza llegaron por el final de la calle decenas de monstruos. Los gatilleros dirigieron los cañones de sus rifles de asalto hacia la marabunta y abrieron fuego destrozando con una lluvia de balas a los que iban adelante. La confusión la aprovecharon Kim, Bianca, Julia y los niños para huir.

Al haber avanzado cien metros la maid distinguió lo que parecía ser una escalera de incendios; la parte inferior de esta no llegaba al suelo pero ella era lo suficientemente alta para bajarla de un salto. En efecto eso hizo, saltó con el impulso que llevaba, como si fuera a encestar una canasta que le daría el gane a Fuerza Regia, y se escuchó el ruido herrumbroso del metal al deslizarse.

—Suban, rápido.

Bianca ayudó a subir a los dos niños, luego dijo a Julia que subiera.

—Sube tú, vamos —le dijo Kim a la chilena, ella tardó en reaccionar, miraba atenta a su amiga.

Tenías que aparecerte, maldito, tenías que seguir vivo y venir hasta acá a terminar de joderlo todo, pensó Kim.

—Bianca, ahora —le insistió para que se apresurara. Ésta reaccionó y comenzó a subir.

Los disparos dejaron de escucharse para dar lugar a gritos desaforados, a gritos de condenados. Seguro que los estaban devorando a todos, los zombis no dejarían ni los huesos.
Subió.

Llegaron hasta la azotea de aquel edificio de seis pisos, no se detuvieron hasta plantar su pie en esa superficie de lavaderos y tendederos; con tres tinacos destacándose como los bromosos objetos que eran, así como dos cubos de aire acondicionado.
Kimberly echó múltiples vistazos alrededor para asegurarse que no hubiera zombis ahí esperando. Al confirmar que la azotea estaba libre, se sentó en una banca de acero que ahí estaba dispuesta como para ella dejando salir un largo suspiro de alivio.

Bianca estaba de pie delante de su amiga. Al principio no decía nada, trataba de normalizar su respiración; en cuanto lo consiguió:

—Kimberly, mírame —dijo, haciendo una pequeña inhalación, todavía seguía en eso de normalizar sus respiraciones, no era tarea sencilla con todo lo que habían corrido; con todas las emociones vividas.

—No puedo, estoy muerta —dijo ella y volteó hacia otro lado.

—Kimberly...

La muchacha no podía mirarla a los ojos, no podía, sencillamente no podía. ¿Cómo mentirle diciéndole que su padre estaba loco, que no era cierto de lo que éste la acusó? Era más que obvio que si había llegado hasta allí, buscándol, no sería por unos cuantos pesos.

— ¿Qué pasó en verdad allá en Monterrey? ¡Dime!

—Lo maté, ¿vale? Le disparé a mi medio hermano. Fue un accidente, forcejeábamos mi papá y yo con la pistola y el niño llegó hasta donde estábamos, un tiro se salió del arma y le pegó en el pecho, se murió, yo lo maté, y por eso estoy aquí..., y por eso mi papá vino aquí.

La muerte ha renunciadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora