5. Orbe

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Mi intuición debía de estar empezando a desarrollarse pues a medida que avanzábamos comenzaba a nacer en mí una pequeña sensación de inquietud y ansiedad. Como la que se tiene cuando sabes que vas a dar un examen y no has estudiado ni siquiera el título de los temas. O tal vez era que la compañía de Leo no era, por así decirlo, una que relacionara con buenas noticias.

Tenía razón en lo último pues estaba por recibir unas no muy buenas.

De hecho, las peores posibles.

Anduvimos en silencio por los blancos corredores. Cada vez había más puertas vidriosas a través de las cuales podía ver personas realizando diferentes actividades, algunos estaban en medio de exposiciones con diapositivas, otros estaban en lo que parecía ser conferencias, había algunos que estaban tecleando como enloquecidos en frente de unas enormes pantallas. En suma, parecía que estaba en el centro de una empresa de varios departamentos.

Seguí a Leo automáticamente pero no dejaba de mirar a mis alrededores como una recién bajada de un planeta distinto. Entonces el pasillo desembocó en un gran hall. Uno que tenía el tamaño de un centro comercial atiborrado de gente que iba y venía por todos lados, como si fuera un nido de hormigas. Y en medio de éste había un monumento geométrico de metal reluciente de esos modernos que no significan nada, o al menos para mí era así.

Pero me sobresalté cuando leí las enormes letras en relieve dorado "Orbe, desde 1972".

Arruinando vidas desde 1972, pensé.

Y tuve que apresurar el paso porque Leo había continuado de largo. Volvimos a sumergirnos en un pasillo y lo demás fue como una repetición de lo anterior.

No dejé de volver mi vista hacia donde se hallaba el gran hall. De repente, como si mi mente aún abrazara alguna duda, me vino la clara certeza de que me encontraba en un problema más grande que yo misma. Todo ese tiempo había estado pisando el suelo del susodicho Orbe. ¡Y hasta tenía monumento!

Me pregunté cómo era posible que nadie hubiera escuchado nunca hablar de una empresa que existía desde 1972.

—Entra —señaló Leo. No me había percatado que ya nos habíamos detenido y él sostenía la manija de una puerta de vidrio.

Me pareció extraño que tuviera modales, pero incluso esos los desplegaba con un estoicismo espeluznante.

Aquella sala estaba vacía y escasamente iluminada. No tenía nada, ni siquiera ventanas. Por un instante se me vino a la mente esas habitaciones donde encierran a los locos con una camisa de fuerza.

—Suerte —musitó Leo detrás de mí y justo después de que me volví para verlo, el muy desgraciado cerró la puerta con un ligero click.

Me quedé petrificada por unos segundos. Nunca habría imaginado que me dejaría encerrada. ¿O era una broma? ¿Cómo podía ser una broma? ¡Ese tipo era incapaz de reír! Entonces corrí hacia la puerta pero la manija estaba cerrada, no podía ver a través del vidrio nublado, ni siquiera sabía si él estaba aún detrás.

Justo antes de que me decidiera por darle una patada a la puerta, noté que algo se materializaba en medio de la nada de la habitación.

Algo que brotaba del suelo, puntos oscuros que se movían sinuosamente. Me percaté que no era sólo en el suelo, las paredes también parecían moverse con esas pequeñas cosas que se multiplicaron y empezaron a avanzar hacia mí.

Oh, por Dios. Eran cucarachas.

Estuve segura de que mi cara se había deformado como la de las personas que habían visto a Samara.

Plenilunio (versión borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora