VII. Por dentro

467 100 13
                                    

No one will win this time
I just want you back
I'm running to your side
Flying my white flag, my white flag

Surrender, Natalie Taylor

—Ey.

Es curioso, ¿sabes?

Verte allá afuera, donde eres irrompible e inamovible y te esfuerzas por mantener esa imagen con desesperación, incluso cuando estás a punto de caerte a pedazos.

Y luego verte aquí en los malos días, cuando te quedas recargado detrás de la puerta cerrada y eres incapaz de moverte de allí.

Intento darte su espacio, eso siempre es importante. Si el sistema de héroes rompe y hace pedazos incluso a los que son como nosotros, quizá no tiene esperanza. Nos hemos esforzado por reformarlo, por supuesto, por mejorarlo, por poner el énfasis en salvar y no destruir. Pero somos pocos y somos jóvenes. Los engranajes de algo que lleva funcionando tanto son difíciles de detener.

Así que, cuando te quedas allí y respiras hondo (es entonces cuando sé qué algo pasó), me dirijo a la cocina y preparo un té. Bien caliente. Como te gusta.

Te dejo un momento a solas y luego vuelvo.

No me gusta abrumarte.

—Hay un té listo para ti en la barra —digo.

No pregunto qué está mal. Me lo contarás más tarde, si te aparece. Si quieres revivirlo. A veces es simple crueldad con uno mismo repetir una y otra vez los fracasos.

—Gracias.

Pero no te mueves.

A veces cuesta más.

«¡Todo estará bien!», «¡Los salvaremos a todos!». Creemos a ciegas en esas palabras. Sobre todo tú. Pero a veces se vuelven en nuestra contra y aplastan nuestras expectativas. Es cruel darse cuenta que a veces son una mentira y que no hay manos suficientes para salvarlos a todos. Así está diseñado todo: los héroes siempre son demasiado pocos. No importa lo mucho que intentemos cambiarlo, que nos partamos en dos, siempre parece haber una mano más que se estira pidiendo nuestra ayuda. Una súplica. Un grito.

—También puedo llenar la tina. —Porque tenemos una, aunque no sea muy grande—. Si quieres —añado, después de un momento.

Niegas con la cabeza.

—O ir a buscar helado. —Pero después de eso me muerdo la lengua porque quizá ya estoy resultando apabullante.

Lo siento, Eijiro.

Extiendes tu brazo, abres tu mano.

«Ven», dices.

La tomo y no esperas.

Me jalas hacia ti y me abrazas. Mi cabeza queda acomodada bajo tu barbilla y tus brazos me aprietan. Mi pijama se pega a tus costillas.

Respiras hondo.

Y poco a poco, te haces pedacitos.

Es casi imperceptible, pero yo lo noto.

Tu pecho baja y ya no sube, no como antes. Tus hombros se encorvan un poco, buscándome. Sé que no soy el único que te ha visto así. Mina, Katsuki, incluso Sero, todos han visto una parte de esta fachada de ti.

Y nosotros los hemos visto a ellos.

Mi mano recorre tu brazo, allí donde deberían estar los engranajes de tu traje que ahora descansan en el piso.

No pregunto «¿Todo bien?» porque implicaría aceptar que hay algo mal.

No, no algo. Muchas cosas.

Todo un sistema que nos destroza, poco a poco. Nos rompe aun cuando presumimos de ser imbatibles.

Mis dedos en tu piel.

Qué suave es, Eijiro.

Suave, tersa y yo soy el que la abraza así, de esta manera, clavándole los dedos con fuerza, nada más para dejar constancia de que estás aquí, conmigo. Estoy en tus brazos y ese es mi lugar favorito en el mundo.

Ya, ya dejo de escupir clichés.

Es que me salen fácil.

—Te quiero —musitas entonces y en las inflexiones de tu voz oigo un amor y una adoración que no le dedicas a nadie más.

Alzo la vista y no puedo encontrar tus ojos porque están cerrados.

Nunca he tenido que recoger tus pedazos uno por uno y unirlos de nuevo. Me abrazas mientras te recompones, parte por parte. Respiras hondo hasta que tu pecho sube y baja normalmente y entonces liberas un poco el abrazo.

Allá afuera tu piel no se rompe, es impenetrable.

Puedes soportar casi cualquier ataque que lancen contra ti.

Aquí, dentro, donde sólo yo puedo ver, es más difícil de apreciar.

Pero juro que digo la verdad cuando te dijo que eres el hombre más valiente que he conocido, Eijiro Kirishima. Con tu honestidad, tus cicatrices en el pecho y el cabello rojo. Con esa manera de ver los pedazos de tu ser en el suelo, estrellados, y recogerlos, uno a uno. He visto tus lágrimas y sé que no las escondes.

«No es de hombres hacerlo», dices.

Y sé que cuando dices «de hombres» no tiene que ver sólo con tu identidad, con quién eres, sino con algo más profundo, que Crimson Riot dejó en tu piel desde la primera vez que lo viste.

Entonces me sueltas y yo doy, tambaléandome, un paso para atrás. Un día, te lo juro, Eijiro, un día me vas a romper las costillas con esos abrazos. Busco tus ojos y esbozo una sonrisa tentativa. También lo intentas.

—Creo —dices, y oigo un atisbo de duda en tu voz— que mencionaste que había un té listo para mí.

Siempre hay un té listo para ti. Incluso cuando de verdad no lo haya y tenga que salir corriendo a buscar una caja de tés de bolsita. No sería capaz de negártelo nunca.

Extiendo la mano y tú la tomas. Aprietas la mía, buscando cercanía, consuelo, seguridad.

—Vamos.

Es tarde, pero mañana ninguno de los dos tiene un turno temprano que cubrir. Tenemos hasta el mediodía para descansar, porque después la noche será larga.

El que no te rompas no es una cualidad que sólo tienes en tu piel, Eijro, o en lo exterior. Está en tu corazón también.

Quizá el secreto después de todo no es no romperse.

Quizá el secreto es, una y otra vez, recomponer los pedazos, repararlos, darles su tiempo para sanar.

Te ofrezco la taza y tú la agarras con las manos. Te la llevas a la nariz y aspiras. Luego a los labios.

—Gracias —murmuras, tras el primer trago.

Yo no puedo —nunca he podido— quitarte los ojos de encima.

—Te quiero, Eiji.

Nadie puede romperte. Por dentro o por fuera.

Red Riot [Kirikami] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora