Capítulo 2.

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Es más de medianoche cuando estaciono el Rally Sport en el camino de acceso a nuestra casa. Lo más seguro es que el señor Cho siga levantado, dada su natural condición nerviosa y su costumbre de atiborrarse de café negro, y que haya contemplado cómo conducía con cuidado calle abajo. Pero no espera que le devuelva el coche hasta mañana por la mañana. Si me levanto suficientemente temprano, podré llevarlo al taller y sustituir los neumáticos antes de que advierta cualquier diferencia.

La luz de los faros atraviesa el jardín e ilumina la fachada de la casa y, entonces, veo dos puntitos verdes: son los ojos del gato de mi madre. Cuando llego a la puerta principal, ha desaparecido de la ventana. Irá a decirle que llegué a casa. Tybalt, ese es su nombre. Es un bicho rebelde que no me muestra demasiado cariño, aunque yo a él tampoco. Tiene la extraña costumbre de arrancarse el pelo de la cola e ir dejando pequeñas bolas negras por toda la casa. Pero a mi madre le gusta tener un gato alrededor. Como la mayoría de los niños, puede ver y escuchar a los muertos. Una habilidad útil cuando se vive con nosotros.

Entro a casa, me quito los zapatos y subo los escalones de dos en dos. Me muero por darme un regaderazo -quiero quitarme esta sensación mohosa y putrefacta de la muñeca y el hombro-. También quiero echarle un vistazo al áthame de mi padre y lavar los restos negros que puedan haber quedado en la hoja.

Al final de las escaleras, tropiezo con una caja y exclamo demasiado alto: «¡Mierda!». Debería tener más cuidado. Mi vida es un laberinto de cajas de embalar. Mi madre y yo somos empacadores profesionales y no perdemos el tiempo con las cajas desechadas por las tiendas de alimentos o de licores. Disponemos de cajas reforzadas de gran resistencia y calidad con etiquetas permanentes. Incluso en la oscuridad, puedo ver que me acabo de pegar contra los utensilios de cocina.

Entro de puntitas en el baño y saco el cuchillo de la mochila de cuero. Después de acabar con el chico del aventón, lo envolví en una tela de terciopelo negro, pero sin demasiado cuidado. Tenía prisa. No quería seguir en la carretera, ni en ningún lugar próximo al puente. Ver cómo se desintegraba el muchacho no me produjo miedo, los he visto peores, pero es el tipo de cosa a la que no te acostumbras.

—¿Tae?

Levanto la vista hacia el espejo y veo el reflejo somnoliento de mi madre, con el gato negro en brazos. Coloco el áthame en la repisa del lavabo.

—Hola, mamá. Siento haberte despertado.

—Sabes que me gusta estar levantada cuando llegas. Deberías despertarme siempre para que pueda dormir tranquila.

No le digo lo tonta que suena esa frase; simplemente abro la llave y empiezo a enjuagar el cuchillo bajo el agua fría.

—Deja que lo haga yo —dice, tocándome la muñeca. Luego, por supuesto, me la agarra, porque ve los golpes que están empezando a amoratarse a lo largo de mi antebrazo.

Imagino que dirá algo típico de madre, o que cacareará como una gallina asustada durante unos minutos e irá a la cocina en busca de hielo y una toalla húmeda, aunque esos moretones no son ni mucho menos las peores señales con las que he llegado a casa. Pero esta vez no lo hace. Tal vez porque ya es tarde y está cansada. O tal vez porque después de tres años está empezando por fin a entender que no voy a dejarlo.

—Dámelo —dice suavemente y yo lo hago, porque ya quité la mayor parte de la grasa negra. Toma el cuchillo y se marcha. Sé que hará lo mismo de siempre: hervir la hoja y luego clavarlo en una gran jarra con sal, donde permanecerá bajo la luz de la luna durante tres días. Cuando lo saque de ahí, lo limpiará con aceite esencial de canela y dirá que ha quedado como nuevo.

Solía hacer el mismo ritual para mi padre. Cuando él regresaba a casa después de matar algo que ya estaba muerto, ella lo besaba en la mejilla y se llevaba el áthame con la misma tranquilidad con la que cualquier otra esposa recogería un maletín. Mi padre y yo solíamos mirar el cuchillo clavado en la jarra de sal., con los brazos cruzados sobre el pecho, transmitiéndonos el uno al otro lo ridículo que nos parecía aquello. Siempre lo consideré un ejercicio de fantasía. Como si fuera Excálibur en la roca.

El Chico vestido en sangre <libro ¹> Adaptación Taekook. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora