LA CASA COMUNAL se encontraba a un lado de la iglesia que había construido el pueblo. Aquí vivíamos más o menos una docena de chicas huérfanas, la mayoría abandonadas a su suerte cuando solo éramos unas niñas.
La mayor parte del tiempo nos la pasábamos limpiando el hogar mientras las madres superioras iban a la iglesia. Nos obligaban a orar incontables oraciones y vestir como monjas, cubiertas hasta los talones. Cuando nos castigaban, nos azotaban con reglas y nos hacían arrodillarnos frente a la imagen de cristo en la cruz o frente a la virgen María. Yo, de preferencia, siempre elegía a Jesús.
A mí, siendo sincera, siempre me llamó la atención. No de la forma en la que debería. Viví en la Casa Comunal desde que tengo memoria, así que pocas veces veía a un hombre y menos a uno semidesnudo. De vez en cuando nos dejaban ir a misa de los domingos y veíamos a los diáconos con sus batas y a sus monaguillos, pero nada de eso me llamaba la atención. Estaban demasiado cubiertos, al igual que yo.
Una vez, creo que la primera, fui castigada y me obligaron a verlo por más de una hora, arrodillada. Pronto me dejaron sola con él, viendo su esbelto cuerpo enmarañado por los latigazos y sus abdominales manchados de sangre que bajaban hasta la curva de sus muslos.
Intenté frenar los pensamientos impuros. Conocía los pecados capitales, los sabía de memoria. Sin embargo, el deseo de tenerlo, me invadía. No a él, específicamente, sino a un hombre. Y él era mi estándar de hombre, no podía pedir menos que el amor de cristo entre mis piernas.
Esa misma noche en mi cama daba vueltas. Ya era mayor de edad, así que me dieron una habitación propia. Una voz en mi cabeza me decía que era una pecadora y que mi lugar era el infierno y yo temía que fuera verdad. Esos pensamientos no me llevarían a otra parte.
Pronto sentí la presencia de una sombra en una de las esquinas de mi cuarto, y lo logré ver. Una figura alta y oscura, con una cola puntiaguda que se movía como la de un gato y cuernos afilados en la cabeza.
Temí por mi alma. Comencé a orar y desear que fuese solo un sueño. Una pesadilla. Pero no desaparecía.
Cerré los ojos con fuerza para tratar de despertarme y, al abrirlos, no estaba.
Pude relajarme.
‒Sé lo que quieres ‒susurró una voz profunda, como si viniera del inframundo mismo.
Busqué por todos lados. Quería gritar, pero si solo era una pesadilla, me pegarían con la regla.
Pronto sentí como una mano me tapaba la boca.
Mis ojos se oscurecieron. Mi corazón latía con fuerza.
‒Pídeme un deseo ‒me susurró muy al oído.
El aroma del demonio me hipnotizaba. Era obligatorio decir la verdad.
‒No...
‒Puedo transformarme en él...
Me puse nerviosa de solo imaginarlo.
‒Hazlo ‒se lo pedí.
El demonio me tomó de la cabeza y tirando de mi brazo me obligó a girarme. Ahí pude verlo, al fin, tenía sus mismos rizos, su misma mirada. Se cargaba un cuerpo idéntico al del retrato, con las mismas marcas. Era su imagen calcada.
‒Dios santo. ‒Fueron las únicas palabras que salieron de mi boca.
‒Él no está aquí ‒me respondió.
Mi cuerpo se paralizó, pero mi entrepierna se humedecía a medida que más lo miraba y me detenía en los detalles. La forma de sus caderas, la curva en sus hombros y los músculos abdominales que brillaban con el reflejo de la luz de la luna que se infiltraba curiosa por la ventanilla superior del cuarto.
Pronto el demonio me tomó de vuelta de los brazos y la sintura, obligándome a girarme hacia arriba. Desapareció de mi campo de visión, pero sabía que seguía en mi cama.
‒Pídeme que lo haga ‒susurró.
No pude negarme. No sabía lo que quería hacerme, pero mi cuerpo ya lo pedía. Mis piernas se movieron, abriéndose como puerta francesa y lo sentí. Primero el tacto de sus frías manos y luego... el húmedo rose de una lengua. Una lengua que no se sentía normal; era mucho más gruesa y larga, llena de baba.
Solté un gemido ahogado, que sabía que no escucharían. No podía hacer ruido alguno, ni hablarle al ente. Simplemente lo sentía.
Su lengua se movía rápidamente en mi intimidad mientras yo tenía el grito en la garganta. Iba a explotar. El demonio esparcía mi propio jugo por toda su cara. Su nariz, su mentón y su boca estaban llenos de mí. Yo lo disfruté. Nunca me habían visto desnuda, ni siquiera las monjas. Ningún hombre me había tocado, mucho menos lamido así. Y él no era un hombre, era un demonio.
Pronto dejó de lamerme y vi como subía sobre mi cuerpo y me desprendía de mi saya, como un animal salvaje, arrojándola al suelo. Eso me encendió más.
Quería ser suya.
‒Leo tu mente ‒me dijo‒, sé lo que quieres.
Lo miré. Seguía con la forma de Cristo. Yo lo quería a él dentro. Ya no a Cristo, sino al demonio. Entonces cumplió mi deseo y volvió a su forma normal. Su cuerpo era esbelto y formado, marcado, de color azul casi negro. Tenía los ojos como ópalos infernales y de su cabeza salían dos cuernos afilados y una melena despeinada que caía sobre sus hombros salvajemente.
Me tomó del cuello. Me sacó del trance o lo que fuera que me mantenía quietecita y me mordí el labio inferior mientras él acercaba la cara a la mía. Su rostro era andrógino, pero malvado, como si sus gestos hablaran. Sé lo que quería de mí, y él sabía lo que yo deseaba.
‒Hazlo ‒volví a pedir‒. Hazlo ya...
Antes de darme cuenta, inesperadamente, introdujo algo enorme dentro de mí. Me tapó la boca rápidamente para que no gritase. Esa cosa estaba caliente y latía, pero solo era la punta. Pronto sentí como lo introducía lento dentro de mí y yo lagrimeaba por una extraña mezcla de sensaciones. Pánico, placer, dolor, deseo.
Se introdujo en mí y luego retrocedió sin salir completamente una y otra vez, y otra y otra y otra. Yo no podía gemir, no debía hacerlo. Pero me estaba volviendo loca. Estaba tan feliz, como si toda mi vida lo hubiese esperado. Mi vagina lo extrañaba cuando salía y explotaba de placer cuando volvía a adentrarse.
Era una sensación nueva y tan deliciosa...
Me tomó de la cadera y me atrajo hacia su cuerpo oscuro y perverso. Lo estaba haciendo con un demonio, carajo, con un puto demonio. Sus dedos apretaron mi piel y me estremecí cuando tomó mis piernas, poniéndolas sobre sus hombros. Estaba expuesta, como nunca lo habría imaginado, siendo cogida por una verga descomunal demoniaca.
Su cuerpo chocaba contra el mío violentamente y viraba los ojos, dejándome llevar por aquel viaje sexual de sudor, vapores y rabia. Me sorprendía que las Madres todavía no hayan interrumpido aquel espectáculo digno de Sodoma. En el cuarto se repetían los ecos:
Plat, plat, plat, plat. Golpe tras golpe.
Sentí mis nalgas arder de calor, quizás poniéndose rojas.
Y me rendí. Gemí como una maniática, siendo poseída por aquel demonio del sexo. Seguimos como si nada. No importaba. Grité, jadeé, maldecí.
‒¡Mierda, dios santo! ‒repetí un par de veces mientras era penetrada.
Me vine rápidamente cuando el demonio logro clavarme esa verga tan profundo que casi lo sentí en el estómago. Estallé como una granada y me quedé temblando sobre la cama.
La puerta se abrió, como si la hubieran pateado. Las madres superioras habían llegado, con mirada asustada, como si estuvieran siendo perseguidas por un fantasma. Cuando busqué al demonio sobre mí, ya no estaba.
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DE JUEGOS Y TRATOS
Short StoryHay algo que quema más que el fuego. Relatos eróticos y cuentos de ficción. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS. PROHIBIDA SU COPIA.