Las peculiaridades del abuelo no era exactamente apreciables desde el primer vistazo. Me recuerdo tranquila en su presencia, en la sala de la casona familiar, la cual se encontraba en las afueras de la ciudad de Zacatecas. En esa noche mi hermano mayor, Rodrigo, se ausentó para ayudar a mi padre con una cuestión sobre la contaduría de una empresa de inmobiliarias, y mi madre estaría con sus amigas en un café. El abuelo se habría encargado de cuidar de mí durante esos largos ratos nocturnos de fin de semana. Lo recuerdo sentado en el sillón de la biblioteca, una sala oscura con chimenea y largas estanterías, mientras tomaba un libro en su regazo, y me lo entregaba, con la mirada adusta que siempre hacía cada vez que le tocaba ayudarme con mis tareas de la escuela. Yo, una niña consentida y mimada, articulaba cada palabra del libro sin fallo alguno, tal como lo hacía en los concursos de deletreo de la escuela. Entonces, el abuelo sonreía, y era en ese momento cuando sus peculiaridades eran apreciables.
En su rostro confluían dos aspectos y expresiones divididas. Por parte derecha estaba el rostro natural, orgánico, de hueso y carne, con las comisuras de sus labios elevándose emitiendo la mitad de una sonrisa cálida. Por otra parte, la mitad izquierda de su rostro era una máscara pétrea, de un blanco marmóreo que contrastaba con su rostro orgánico.
El rostro de porcelana solo tenía movilidad en los párpados y los labios; lo que en un rostro vivo habrían sido el pómulo y parte de la mejilla, eran llanas superficies marmóreas. Los párpados eran simples escudillas que se habrían y cerraban con un claqueteo agudo según el parpadeo normal, en concordancia con su ojo vivo. Los labios eran placas superpuestas entre sí que se movían mecánicamente, siguiendo cada cada gesto de la otra mitad de su rostro; la perfecta faz del rostro de porcelana se rompía cuando el abuelo sonreía o expresaba algo con la boca.
Así, después de que le leyera la página entera de un libro de cuentos sin incurrir en errores, el abuelo sonrió, sacó una llave pequeña de su chaqueta verde-marrón, y la acopló a una placa broncínea de su pecho —que se encontraba justo donde habría de haber estado su plexo solar—, introduciendo la llave a través de uno de los agujeros de su camisa. Tras acoplar la llave, empezó a girarla, sonando el característico trick-trick de un reloj de cuerda. Solo que el muelle relojero que estaba en el interior de su pecho era mucho mas grande y grave, sonado algo así como un trrack-trrack, trrack-trrack.
Una vez que terminó de darse cuerda, pasados unos 15 o 10 segundos, habló, moviendo los labios mientras decía con orgullo: "Muy bien Soroya, ahora ve a dejar el libro en el estante" Su voz era monótona y automática, sonaba con algo de estática, como si hubiese sido grabada en un fonógrafo viejo.
Después de dejar el libro en un estante cercano, mi abuelo tomó la parte artificial de su rostro y, tras apretar ciertas conjunturas y botones alrededor de la máscara, se la quitó, dejando al descubierto un conjunto engranajes, poleas y péndulos, los cuales formaban la mitad de un rostro autómata con sendas aristas y sistemas de engranajes —sobre todo en la parte de los labios— que se acoplaban a las partes móviles de la mascarilla de porcelana para manipularla. El único aspecto humano en el rostro mecánico era el ojo blanco y gelatinoso, lleno de cataratas, que se alzaba en el conjunto metálico.
Yo ya había visto al abuelo así, por lo cual no tuve mas reacción que mi fijación por su ojo blanco y rojizo, desprovisto de su párpado blanco y frío. Tras desabrocharse la máscara y acomodar ciertos alambres y tiras de cuero que le incomodaban en el ojo, volvió a ponérsela. Dió un par de vueltas al muelle de su pecho, y dijo con la misma voz de fonógrafo: "Esta cosa terminará por acabar con mi ojo. Ve por mis gotas m'ija, las dejé en la mesa de la recámara"
Yo me levanté de la recámara, le llevé las gotas y continué con mis asuntos en la sala de la biblioteca. El abuelo se encargaría de ayudarme con la tarea cada vez que se lo preguntase, vigilando que le hiciera correctamente, hasta que llegara la hora de dormir. Entonces, tras mirar su reloj de pulsera, mi abuelo me llevó a una de las recámaras de la casona y, después de un largo rato de dar cuerda al mecanismo fonético de su pecho, me leería un cuento de los Hermanos Grimm con su voz artificial. Al terminar, se dió un poco de cuerda más, me dió las buenas noches y un beso en la frente. A continuación apagaría la luz, y saldría de la habitación.
ESTÁS LEYENDO
Inquilinos y recuerdos; un relato de magia mexicana.
General FictionUn relato de magia mexicana, ambientada en el siglo xix. Un abuelo y su nieta se enfrentarán a diferentes hechos ocurridos traumáticos a lo largo del siglo.