Regresamos a México desde Zacatecas el mismo año, en diciembre. Habíamos pasado una temporada en nuestra casa natal desde Abril. El funeral de César fue en octubre, y el de mi abuelo en noviembre. Había muerto durante nuestro regreso, antes de que pudiera decirle algo sobre la carta que nunca abrí o tratar de ayudarle a cuidarse mejor ahora que conocía mas de cerca del alma humana. O siquiera, tratar de hablar una vez mas con él de temas que importasen, y no solo de la ciudad, el gobierno o las series que solía ver. Tratar de decirle que merecía vivir.
Lo enterraron en el panteón del pueblo, con toda la pompa precedida por el cura de la iglesia. Hubo un pequeño coro, las coristas que en su momento yo había acompañado cuando iba en esa primaria católica. No supe cantar ni recordar la entonación de las canciones en cuanto las escuché. Algunas de las coristas me recordaban, y me animaron a cantar, pero de mi voz solo salió un graznido patético. Ni siquiera cuando estuve en el funeral de César pude formular un pensamiento coherente. Tampoco en el momento de celebrar a los muertos, en el dos de noviembre. En la celebración acompañé a mis tías y a mi madre en el rito por primera vez después de mucho tiempo, ahora que era consciente de qué aspectos psíquicos se llevaba a cabo en la ceremonia, y porque también era la única celebración que mi abuelo disfrutaba.
Cuando me encontré con mis viejas amigas de la primaria, en el funeral del abuelo, me acerqué a ellas. Algunas se fueron después de un rato, y pero otras se quedaron hasta el momento de ir a cantar; a pesar de poder articular palabras con la boca, mi corazón estaba encerrado en silencio. Cuando comenzaron a cantar los salmos y los motetes en el templo, cantando con fuerza e intensidad inusitadas solo accesibles por el sentimiento religioso, surgieron esferas vibrantes a su alrededor, como si el sonido fuese palpable, a pesar de que no eran magas y de que probablemente nunca habían estudiado magia musical. Derramé lágrimas por mis amigas, que cantaban con un sentimiento que traspasaba cada barrera que yo había levantado alrededor de mí. No podía y quería decir nada en la comida, y lo comprendieron.
Aún así, estaba enojada y con el corazón quemado. Estaba quemada por sus muertes, enojada porque una parte de mí no quería depender de esa tristeza, enojada porque no quería ser agresiva de esa manera con el recuerdo de César y mi abuelo, y enojada porque aún era lo suficientemente inmadura para enrollarme en esas tonterías, sin saber concentrarme en el presente. Mi novio estaba muerto. Mi abuelo estaba muerto. Mis padres seguían sin hablarse. Y todos esos malditos imbéciles, guerrilleros, militares, funcionarios y gobernantes, no eran sino un montón de cabrones ególatras que hacían todo por explotar sus deseos internos a través de un ideal, un ideal que vendían a cada sector de la sociedad para matarse los unos a los otros.
Antes de que terminase el día de muertos, encerrada en mi habitación, sentí el equivalente a varias mentes encerradas conmigo, cuando mis facultades perceptivas estaban sensibilizadas por la vacuidad de mi corazón. A pesar de ser un fenómeno sin estudiar, yo había absorbido parte de la personalidad de César, y las contradicciones derivadas en mis sentimientos y mis poderes podían causar cosas inusitadas. Cerré los ojos ante las presencias, y corté por completo con mis dones antes de percibir mas cosas. No podía enfrentarme lo que sea que fueran, a pesar de saberlo en desde las fibras mas crudas y profundas de mi instinto. No utilicé mis capacidades psíquicas hasta que me gradué de la carrera.
Regresamos a México desde Zacatecas ese mismo año. Algo había que agregar a mis problemas; estaba embarazada. Más bien, había estado embarazada. Aparentemente, César y yo no nos habíamos cuidado bien antes de ese día de junio. El óvulo fecundado en mi útero había interrumpido su proceso de embriogénesis gracias a mi sistema nervioso. Una alteración biológica surgida de mi inestabilidad emocional había terminado por disgregar las células, gracias a mis aptitudes taumatúrgicas. La alteración surgida de la magia tenía la capacidad de matarme por la fuerza de mi propia mente, de mi propia locura. Al cortar con mis poderes, mi cuerpo —mi instinto de supervivencia—, utilizando mecanismos biotaumatúrgicos, había decidido utilizar la energía de la embriogénesis para evitar que mi cerebro colapsara o suicidarme de manera indirecta. Ya era irrecuperable. El bebé había muerto antes de poder existir.
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Inquilinos y recuerdos; un relato de magia mexicana.
Ficção GeralUn relato de magia mexicana, ambientada en el siglo xix. Un abuelo y su nieta se enfrentarán a diferentes hechos ocurridos traumáticos a lo largo del siglo.