Jamir

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La noche se presentaba bastante fría y la nieve se extendía por todo el paisaje rocoso a lo alto y bajo de las montañas; un manto blanco  arropaba a los caballeros caídos en una Guerra Santa olvidada a la vez que el silbido del viento golpeaba con violencia todo a su alrededor. La tormenta de nieve estaba cesando de apoco por cada hora que pasaba esa noche de enero. Por nada en esa región el "vivir día a día se consideraba un combate diario".

Jamir se ubicaba en una región perdida en el corazón de la cordillera del Himalaya, en los confines de la frontera entre China y la India, en el Tíbet.

En una gran saliente natural se levantaba una sublime torre hecha por enormes bloques de piedras con forma hexagonal. El primer bloque correspondía a la planta baja que carecía de entrada principal y el único acceso hacia la misma estaba a partir de los 10 metros de altura por unos amplios ventanales.

La curiosa estructura construida por antiguos Muvianos pertenecientes al Clan Atheniense, se veía imponente en el paisaje. Principalmente la torre era utilizada como centro de aprendizaje para los sucesores de herreros que habian pasado la prueba de los "Cuatro Clanes". Aprendiendo y puliendo ahi más del oficio. Aparte de salvaguardar en su interior una biblioteca con conocimientos y secretos de todo el mundo. No solo de su civilización. Los sucesores permanecian ahi hasta ser llamados a sustituir al Maestro Herrero del Santuario cada 100 años.

El sonido metálico de un martillo impactando con algo se dejó oir desde adentro de la torre, proviene del taller ubicado en el tercer piso.

—¡Ay, no!

Un niño pelirrojo de baja estatura dio brincos largos de prisa con dirección a las cortinas que empezaban a flamear sobre el ventanal. La nieve golpeaba con intensidad queriendo romper la barrera y se infiltraba poco a poco por las fisuras.

Levantó rápidamente los brazos e hizo un movimiento circular al aire con las manos, saliendo de las mismas unas ondas de luz doradas. Con sus poderes telequinéticos había reforzado el campo energético traslúcido que amenazaba caerse. Aquello era importante porque aislaba la temperatura de toda la torre de la exterior.

Se giró orgulloso por su pequeña hazaña para ver al único Maestro Herrero sobre la faz de la tierra capaz de revivir y reparar armaduras.

—Reforcé tu barrera —dijo Kiki con su vocecilla infantil —. Esa de ahí, estaba toda fisurada, Maestro.

Señaló un momento y al no tener repuesta se llevó ambas manos tras la nuca observando con cierta fascinación la tarea del mayor y aunque lo ayudaba y se había ganado el derecho de llamarse su aprendiz, no era capaz de crear aún un elemento necesario para la reparación de las mismas, la cual salía en esos momentos con tanta facilidad en las manos de Mu.

—¡Oh! —exclamó maravillado por el brillante polvo estelar que le hacía brillar los ojos.

Su mentor martillaba, raspaba y añadía materiales especiales a una armadura verde en silencio, con tanta serenidad y habilidad.

—Tu barrera, maestro, resulto "muy débil" —Se burló—. Capaz tenga que reforzar las demás si son tan débiles como esa.

Rio Kiki travieso mostrando sus perfectos y blancos dientes de leche. Con ello quería ganarse su atención ya que Mu había sellado todas las ventanas esa mañana, cuando la tormenta no existía, con casi nada de su cosmos.

Un golpe cuidadoso en una curvatura extremadamente profunda hizo que la armadura reaccionara tirando violentas ráfagas de luz como mecanismo de defensa. Lastimó las manos del herrero, el cual no se inmuto y siguió con una sonrisa por lo que acababa de escuchar.

Sus risitas y ocurrencias podían hacer desaparecer cualquier día gris en su vida. Desde que había llegado a él hacía seis años había vuelto a pintar su mundo en miles de colores, se sentía vivo, querido y útil.

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