Si pudiese llevar algo conmigo sería esto. El olor a sal, la tonalidad del cielo cuando el sol se esconde en la mar, el sonido que produce el romper de cada ola y ese golpeteo de la brisa en cada centímetro de mi piel. Llené mis pulmones de ese aire que no sabía si volvería a respirar, cerré los ojos y comencé a vagar entre los recuerdos sin saber muy bien qué buscaba en ellos.
Aún era niña cuando corría por aquella casa en la que había crecido junto a mi madre. Ella trabajaba interna sirviendo a una familia acomodada, los Cortázar. Nunca fui capaz de imaginar cómo sería crecer en un hogar propio, junto a mi padre. Él murió en la guerra antes de que yo naciera y eso siempre produjo un gran vacío en mi vida. Quizás, mi madre tenía la razón, ella sacrificó todo por hacer lo mejor para mí. Quizás vivir todo aquello me convirtió en lo que soy. Aún recuerdo ese olor a jazmín que provenía del jardín en las noches de agosto, el ruiseñor que cada mañana se posaba en la pequeña ventana que alumbraba la pequeña habitación donde dormía junto a mi madre o las regañinas de la profesora de ballet de la hija de los Cortázar, Inmaculada. Crecí a su sombra, incluso solía jugar a ser ella. Cuando no había nadie en casa ponía aquella música tan clásica e intentaba imitar su danza. Fue peor cuando crecí. Yo tenía diez años cuando ella trajo a sus amigas para celebrar su cumpleaños. Sopló las quince velas y todas aplaudieron. Vestían ropa cara y a mí me encantaba contemplarlas y admirar aquella grandeza que despertaban a pesar de ser sólo adolescentes. Mi madre decía que no hacía falta tener ropa de firma para ser alguien, lo importante era ser una persona honesta, inteligente y valiente. Pero yo no podía resistirme a desear aquella vida. Su madre, Julia Valverde, me descubrió detrás de unos de los sillones y me invitó a sentarme junto a las demás. Tímidamente asentí, mi madre me decía que obedeciera siempre, así que la seguí y me senté en un extremo de la mesa mientras todas me miraban en aquel cumpleaños modélico. La mujer me dejó allí y se marchó con esa sonrisa tenue que la caracterizaba, siempre se portó bien conmigo. En cuanto ella desapareció todas comenzaron a reír y yo me sentí más pequeña que nunca.
-¡Tú no estás invitada!- me gritó Inmaculada desde el otro lado de la mesa con voz autoritaria. Yo callé y me quedé inmóvil en la silla, pero las burlas comenzaron a sucederse. Siempre había sido orgullosa y no me gustaban que me humillaran o me vieran llorar, así que antes de dejar caer alguna lágrima corrí a los brazos de mi madre. Aquel día comprendí que debía forjarme de coraje y que no debía dejarme humillar por nadie. Entonces decidí que quería estudiar y no depender de gente como aquella en un futuro no muy lejano.
Sufrí mucho por mi madre aquellos años, sobre todo cuando tenía que bregar con el hijo de la familia. Estaba demasiado consentido y le permitían hacer lo que quisiera por muy mal que estuviera. Recuerdo cuando un día rompió un jarrón muy caro que estaba colocado en la entrada de la casa y me echó a mí las culpas. Nadie me creyó, ni siquiera mi madre. Pasé toda la tarde llorando escondida en la despensa. Al final me acabé acostumbrando a aquellas riñas sin sentido por capricho de aquel niño malcriado. Cumplí los quince cuando aquel juego de culpas cesó. Inmaculada se había ido a estudiar a la capital y él decidió irse también, aunque aún le quedaran dos años de bachiller por hacer en la ciudad. Un capricho más que le consintieron. Mientras tanto yo trabajaba y estudiaba en un intento de alcanzar ese futuro que tanto deseaba. Gonzalo Cortázar siempre estaba fuera de casa, en viajes de trabajo, pero yo sabía que no era realmente así. Había visto a su esposa llorar un par de veces. Todo el mundo sabía que aquel matrimonio no marchaba bien y que era cuestión de tiempo el que alguno de los dos dejara el hogar. Algunos fines de semana los hermanos volvían a casa, ambos estaban muy cambiados y ya no me prestaban atención, aunque yo tampoco me preocupaba por ellos.
Dos años pasaron hasta que me marché de aquella casa para estudiar. Comencé una nueva vida alejada de aquella represión que suponía para mí vivir al cargo de personas que no eran tu propia familia. Seguí estudiando y trabajando para poder mantenerme, de vez en cuando iba a visitar a mi madre y contemplaba como su tristeza cada vez era más acusada, tanto que acabé volviendo cada fin de semana temiendo que se marchitase allí sola como ese jazmín tan delicado del porche. Así resistí hasta que terminé la carrera. Lo había conseguido, pero aquel sentimiento de triunfo no tardó en desvanecerse. Una tarde mientras trabajaba sonó mi móvil. Julia Valverde me saludó desde el otro lado y yo me quedé fría temiéndome lo peor. El peor presentimiento que nunca había sentido se cumplió cuando escuché que mi madre había muerto. Todo ocurrió demasiado rápido. Marché de nuevo a aquella casa y me hice cargo de todo. Son recuerdos borrosos a causa de todos los calmantes que tuve que ingerir para no desfallecer ante los Cortázar que volvían a reunirse después de tanto tiempo. No podía soportar que sintieran lástima por mí, una pobre desgraciada que se había quedado sola, pues ya no tenía a nadie más en aquel injusto mundo. Inmaculada se acercó a mí en algún momento y me dio su pésame a la vez que dejaba su mano caer sobre mi hombro aunque aquel gesto me fue indiferente, ya no me importaba lo que ella pensase o lo que pudiera pensar. También se acercó aquel impertinente. Temí que se burlase, pero luego comprendí que ya no era aquel niño. Algo había cambiado.
-Alex- me sorprendió que me llamase por mi nombre. Nunca lo había hecho y menos de aquella forma, así solo me llamaba mi madre -lo siento- dijo él, pero yo no pude responder, ni siquiera pude mirarle a los ojos porque sentía como brotaban de nuevo las lágrimas.
Después del entierro pasé tres días metida en el cuarto en el que había crecido, no pude dejar de llorar, de sentir que sólo allí podía estar cerca de ella. Tampoco conseguí entender por qué había pasado, cómo me había dejado sola. Aquella enfermedad la había ido consumiendo sin que ella quisiera ponerle solución, pues cuando yo me enteré de aquello ya era demasiado tarde. Varios golpes en la puerta me sobresaltaron de todo aquel dolor que sentía. No contesté, tampoco pude hacerlo a causa de la sensación de ahogo que no desaparecía. La puerta se abrió y Julia entró para sentarse a mi lado. Me recogió el pelo y me secó las lágrimas. Aquello me hizo recordar que un día me prometí a mi misma que sería fuerte y conseguiría valerme por mi misma. Ahora más que nunca debía serlo, se lo debía a mi madre. Me incorporé y me armé de valor para enfrentarme a todo lo que tenía por delante. Recogí mis cosas y aquella tarde decidí no volver nunca más a aquella casa. Antes de marcharme quería despedirme de aquel lugar, así que bajé a la playa...
Abrí los ojos, sequé las que serían las últimas lágrimas y me marché.
Retorné a la capital, a mi trabajo, a la vida que había elegido. No había vuelta atrás. Más que nunca debía aferrarme a lo que había construido. Pasé las dos semanas siguientes sumergida en el trabajo. En uno de aquellos días, ni siquiera sabía si era lunes o miércoles... Iba de vuelta a casa, si es que se le podía llamar así a una pequeña habitación de un piso que compartía con otra chica y con la que nunca quise una relación más allá de lo cordial y el simple compañerismo. Ella pasaba casi todo el día fuera por su trabajo, era azafata y su nombre era Eva. De repente noté que alguien se detenía frente a mí y enseguida comprobé que se trataba de una cara familiar entre todo aquel bullicio que se formaba en hora punta. Ambos nos miramos y tomamos la misma dirección para encontrarnos.
-Alex- volvió a llamarme así y sentí como me desvanecía. Ahora todo el mundo me llamaba Alejandra.
-Víctor, ¿qué haces aquí?- casi le grité. Verle era como estar cerca de todo lo que pretendía dejar atrás y era lo último que quería.
-Mi madre no deja de preguntarme por ti, quiere saber cómo estás. Me ha dicho que te ha llamado en varias ocasiones, pero no le has contestado ni devuelto las llamadas, así que he venido. Llevo varios días buscándote. Ella me dijo que vivías por la zona, así que...-
-No quiero saber nada más de vosotros, ni nada que tenga que ver con mi infancia. Creo que lo he dejado bastante claro al marcharme. Si no le cojo el teléfono, será porque no quiero hablar con nadie- volví a gritarle temiendo derrumbarme en cualquier momento y Víctor permaneció varios segundos en silencio, mirándome y haciendo que me sintiera como aquella niña que se echaba a temblar cada vez que andaba cerca él y era mirada por ese par de ojos azules.
- Ella siempre fue amable contigo, se lo debes.
-No os debo nada, a ninguno de vosotros- volví a gritarle y cerré los ojos con fuerza para recomponerme. Noté como el viento menguaba y deseé que aquel encuentro nunca hubiese tenido lugar. Abrí de nuevo los ojos y lo encontré delante de mí. Sus ojos cristalinos se fijaban en mí y él sabía que aquello me incomodaba, siempre lo había hecho -Quiero que te vayas y que no vuelvas a buscarme.
No hubo una palabra más, tan solo silencio. Ni siquiera noté el bullicio a mí alrededor o el sonido de los motores de los coches que circulaban a gran velocidad por aquel tramo. Víctor asintió y se marchó, sin embargo no sentí alivio alguno al saber que no insistiría.
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Veintitantos
RomantikAlex es una chica que intenta comenzar una nueva vida alejada de su pasado, su madre muere repentinamente y ella tendrá que enfrentarse sola a una vida que no le dará más que problemas. A pesar de todo, el pasado volverá a ella sin remedio de la m...