adicción

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Luego de esa noche, jamás dejé de pensar en ella. ¿Cómo no hacerlo? Se había metido en mi cabeza para quedarse, y yo no era capaz de echarla ni por unos segundos para estar en calma. Pasaba las noches en vela acariciando su recuerdo mientras miraba por la ventana de mi apartamento esperando verla aparecer una vez más en el banco en el que nos conocimos, y las pocas horas de sueño, soñándola. Mis sueños repetían sus movimientos al escribir y su sonrisa, que tenía una pizca de tragedia. Más tarde me daría cuenta que mi mente no era capaz de recrear tal belleza por mucho que me esforzara en ello. Mis recuerdos nunca harían justicia a su pálido rostro o su diminuta pero adorable figura.

Los primeros días me desesperé por su búsqueda. No sé puede hacer mucho cuando ni siquiera tienes un nombre. Un nombre que me muero por saber. Eso dificultó mi búsqueda, pero igualmente decidí no darme por vencido a encontrarla manteniendo vivo su recuerdo en mi mente para no olvidar su imagen.

Días después la encontré, y ya no importaban todos los días que pasé en vela buscándola porque cuando la vi, supe que nada estaba a la altura, que ninguna búsqueda exhaustiva y cansina podrían quitarme las ganas de estar junto a ella y conocerla.

La necesitaba como la noche necesita a la Luna. Nunca mejor dicho.

Se sentaba en el banco y escribía. De vez en cuando, una que otra lágrima rebelde se precipitaba por el tobogán de sus mejillas nostálgicamente. Y yo pensé, que me encantaría borrar esas lágrimas a besos.

Me acerqué despacio al banco donde ella estaba sentada y me hice un lugar a su lado.

No me atreví a decir nada y observé su belleza en silencio, mientras el frío recorría nuestros cuerpos. Tenía ganas de correr hacia mi habitación y enrollarme en mantas para entrar en calor, pero supongo que él frío ayudaba a mantenernos despiertos. Después de todo, volvían a ser las tres de la mañana.

Pronto, notó mi presencia y alejó su cuerpo hasta la otra punta del banco robándome su calor. La miré escribir unos minutos más sintiendo el frío invadir el vacío que ella había dejado a mi lado.

Fue esa la primera sensación que tuve de que ella no me correspondería nunca. Pero que placer escogerla a ella para romper y magullar mi corazón.

Pensé en preguntarle si podía coger su mano cuando empezó a temblar y las lagrimas bajaban más rápido que nunca por su preciosa cara, pero comprendí que ella no era esa clase de chica que le gustan las formalidades. Así que me acerqué a ella despacio y tomé una de sus manos en mi posesión obligándola a soltar todo lo que sostenía. Me miró con sorpresa y tristeza.

Y nuestras miradas se conectaron una vez más para no despegarse en toda la noche. No me dijo su nombre esa noche, pero abrazarla mientras ella lloraba en mi hombro fue el mejor regalo que tuve en toda mi vida. Y ella me lo había permitido, no pude ser más feliz en ese momento.

Ella era dulzura, delicadeza, depresión, confusión y amor. Pero ella no era mía.

Y lo supe cuando se levantó repentinamente arrebatándome su delicado cuerpo de entre mis brazos y caminó a pasos lentos alejándose de mí sin siquiera despedirse. Podría ser yo quien iba andando a su lado, pero no lo era. La soledad la acompañaba.

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