-Tienes que compreder que pase lo que pase nunca dejaremos de amarte, tu padre y yo hemos tomado juntos esta decisión y creemos que es lo mejor para todos. Espero que pronto entiendas que es un cambio bueno y que te querremos siempre igual.
El pequeño solo se me quedó mirando, no sabía si me comprendía o no, después de todo siempre sería mi bebé y aunque habíamos decidido darle un hermano no estábamos seguros de cómo eso le parecería.
-Vas a tener un hermanito.
No puedo asegurar lo que pasó por su mente, pero movió la cola como si entendiera lo que acababa de decirle.
-Creo que te gusta la idea, eh?
Le rasque detrás de las orejas y me levanté del sillón donde había estado. Me siguió con la vista un rato y fue tras de mí.
La casa en la que vivíamos no era la gran cosa, era pequeña y modesta, teníamos lo suficiente para vivir, aunque la palabra necesario era más adecuada.
Fuera de las paredes era otra historia. El trabajo de toda nuestra vida lo habíamos dedicado a ello, el gran terreno cercado, los árboles de troncos rectos, las agujas tiradas por el suelo.
Se podían ver entre las ramas las cercas que dividían nuestro mundo con el resto, altas y reforzadas, más para impedir que alguien saliera a que alguien entrara. Sin ser visible también por debajo de la tierra había barreras. Protegíamos aquello que era para nosotros más valioso.
El clima se había vuelto frío en esos meses cercanos al invierno, las lluvias habían pasado del todo y ahora esa atmósfera de frescor se extendía al rededor.
Detrás de mí escuchaba el jadeo de Arget, plata, produciendo vaho como una pequeña tetera hirviente. El lobo no estaba cansado, sediento o acalorado, simplemente jadeaba cuando le daba la gana, con la lengua colgando ligeramente de lado en su largo hocico, su expresión relajada con las orejas a los lados lo hacía asemejar una sonrisa. No podía evitar sonreír cada vez que lo miraba así, feliz.
Mientras fijaba mi vista en él éste enderezó las orejas, cuadrando su posición completamente, sus belfos negros se estiraron hacia los lados cuando entrecerró el hocico, la mirada se le perdió un segundo mientras agudizaba seguramente algún otro sentido. En un segundo se levantó completamente estirado, con su atención en otro lugar, apuntando con todo su ser hacia aquello que tenía su atención.
Desde las orejas a la punta de la cola, que levantaba recta a la altura del lomo indicaban una dirección.
Yo escuché el chasquido mucho después que él, pero me quedé solo sonriendo mientras el lobo corría hacia allá, moviendo la peluda cola gris como un remolino, desapareciendo entre los árboles como una flecha hacia su objetivo.
Escuché una exclamación de alegría y sin necesidad de ver pude imaginarme los saltos de bienvenida que daba Arget, a la altura de los hombros, ese lobo parecía a veces un conejo de 80 kilos.
Con las orejas bien pegadas al craneo daba vueltas al rededor de las piernas de su padre, dando lengüetazos en la menor oportunidad y golpeando con la cola cualquier cosa cercana.
Se quedó olfateando una pierna unos segundos y continuó con su baile habitual.
El hombre lo llamaba y acariciaba, metiendo sus dedos en el espeso pelaje y entonces Arget levantaba las orejas y le saltaba a la cara plantando un beso lobuno.
Me reí mientras miraba desde lejos como el hombre se tiraba al suelo abrazando al animal y ambos forcejeaban jugueteando sobre las hojas secas.
Cuando mi pareja decidió levantarse y sacudirse las agujas de pino pegadas en la ropa el lobo corrió a toda velocidad, zigzagueando entre los árboles y llegó a mí, empujandome con su húmeda nariz y mirándome con esos hermosos ojos amarillos.
"¡Ya ha llegado! ¡Ya ha llegado!" Parecía decir con todo su ser, mientras corría hacia él y luego hacia mí, una y otra vez, moviendo la cola con energía hasta que nos juntamos los tres.
Nos saludamos con un beso y el típico "¿Cómo te fue?" Caminando hacia la casa, acariciando ocasionalmente al lobo y platicando brevemente de lo que habíamos hecho ese día.
Las cosas estaban listas, los papeles en orden y un nuevo lobito llegaría con nosotros. Ninguno lo conocía aún e incluso de esa manera ya lo amábamos todos, antes de verlo siquiera.