Debajo de un arbol de corteza gruesa y retorcida, cuyas hojas verdes se transparentaban con los rayos del sol, sobre una cama de hojas secas que habian caido con el viento de la tarde, vacía y olvidada estaba una triste banca.
El grueso metal cubierto por un esmalte azul, que el tiempo había desgastado y vuelto gris, perdiéndose en algunos lugares. La lluvia aún no había logrado cubrir de óxido su fría superficie y aunque a veces amanecía cubierta del rocío matutino el sol después del alba calentaba el aire y las pequeñas gotitas de agua desaparecían tan silenciosamente como habían llegado.
Un día una ardilla gris y de cola esponjada correteó por el arbol a su espalda, con movimientos nerviosos observó el panorama, se paró en el respaldo de la banca un momento y tras un profundo pensamiento fugaz volvió corriendo por donde había venido.
La banca permaneció vacía.
Hubo una época en la que se escuchó música a su alrededor y alegres notas flotaban en el viento mientras elfos cantaban con voces cantarinas y bailaban con la ligereza de hojas al viento.
En ella sucedieron las más bellas historias de amor que el mundo jamás conocería, pues eran tan hermosas que a la vista perdían sentido y decencia.
A su alrededor aullaban los lobos al anochecer y rugían los leones por la tarde, mientras cantaban las primaveras las mañanas de verano y en otoño se escuchaba el danzar de las hojas que daban su último bello espectáculo antes de unirse al manto del suelo.
Sobre las hojas corrieron zorros y trotaron caballos, que con sus jinetes apurados se dirigían a algún lado.
Pero todo eso había pasado y zumbaba el metal vacío, mientras la ausencia se volvía dolorosa. La añoranza de tiempos que se habían perdido donde alguien calentaba sus días mientras se sentaba a mirar el cielo, perdida su mirada en la nada y en su mano firmemente sostenía el lápiz que al danzar en el papel con su rasposa melodía escribía las más maravillosas historia que en una banca vacía jamás conocería.