Capítulo 3: Frente a su tumba

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Verifico la hora en mi reloj, satisfecho con el lapso que tenemos para ejecutar la operación

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Verifico la hora en mi reloj, satisfecho con el lapso que tenemos para ejecutar la operación. Nada me enfurece más que salirme de los tiempos. Eso suele traer problemas. Y detesto fallar cuando hemos dedicado tantas horas a delimitar estrategias y repasar detalles.

Flexiono los dedos sintiendo la suavidad del fino cuero que recubre mis manos. Hago lo mismo con mi cuello, y el leve crujido de los músculos vuela a través de la silenciosa oficina.

Estoy en ese punto de nuevo: donde la emoción se arremolina alrededor de mi pecho provocando que mi corazón bombee con el doble de fuerza. Es una excitación similar a la del juego previo, cuando no puedes esperar para embestir a una mujer. Cuando tu cuerpo implora por ser tocado en los lugares correctos. Cuando eres incapaz de pensar en otra cosa que no sea el morbo de poseer, de empaparte en sudor y hacerla gritar hasta que su voz se torne ronca.

La única diferencia es que el sexo ya no forma parte de mis ratos de emoción. Si quiero correrme, lo hago con cualquiera que soporte una follada ruda. Infortunadamente, el momento de placer suele ser tan fugaz que a veces prefiero masturbarme para ahorrarme la molestia de ser cortés. Porque sí, soy un tipo encantador, en especial con las mujeres con las que me acuesto. El hecho de que sea un asesino no significa que tengo que actuar como un maldito salvaje. No fuera de la cama, de todos modos.

Los auténticos depredadores saben camuflarse bajo capas de impecables cualidades. Ocultan su monstruosa naturaleza detrás de sonrisas radiantes y palabras pronunciadas con perfecta soltura. Nunca pierden el control. Jamás muestran otra cosa que no sea gentileza. Durante años, he trabajado duro para convertirme en uno de esos depredadores. He sido meticuloso, he exudado gracia, he desprendido exceso de caballerosidad y simpatía. He actuado con tanta amabilidad que casi llego a hartarme de mí mismo.

Por desgracia, mi capacidad para camuflarme no siempre ha sido perfecta. No soy inmune a los momentos de debilidad. Y esos momentos tienen nombre, cuerpo y unos salvajes ojos verdes, del color exacto del jade. Ella logró ver más. Hizo lo que nadie y me despedazó pieza por pieza hasta que ya no quedó más para mostrar que el alma esquelética de un condenado.

Es una suerte que haya terminado. Una suerte y una desgracia, porque la sigo queriendo de vuelta.

«Se ha ido».

No pasa un día sin que recite la misma frase. Ha tomado la forma de un mantra en mi cabeza. Un recordatorio de otra cosa perdida.

Respiro hondo percibiendo el ligero aroma a libros guardados que impregna el espacio. Tiene sentido, ya que hileras de viejos tomos es lo que llenan las estanterías del lujoso estudio. Avanzo hacia el escritorio de vidrio ahumado apostado junto a la ventana y recorro el afilado borde con la yema de los dedos. Me gusta la anticipación que genera la espera. Mi boca siempre se hace agua ante la promesa de una victoria. Esta, definitivamente, lo es.

Comienzo a silbar una cancioncita infantil mientras camino tranquilamente hacia el oeste de la habitación, donde una biblioteca de estructura ovalada se alza contra la pared. Me inclino sobre uno de los niveles inferiores y realizo un breve barrido visual hasta dar con el delgado libro de lomo rojo que casi pasa desapercibido entre los demás. No es un simple ejemplar de Principios de Antropología, sino la llave al lugar más secreto de nuestra última víctima. El compartimento de la estantería emite un chasquido cuando intento extraer el libro. Entonces la fila contigua sobresale revelando un pequeño acceso que pretende esconder algo más valioso: una caja fuerte.

Los Demonios Nunca MuerenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora