Capítulo 4 - Criaturas de la sombra

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Contra todo pronóstico, la puerta no escupe la típica bocanada de humo al ser apartada y nadie mira la televisión. Solo Corcho, que ocupa el sofá iluminado por el poco sol que se cuela entre las persianas, observa con indiferencia nuestro paso por su territorio. Ni reacciona al ver a Héctor, y eso que los gatos son desconfiados por naturaleza: supongo que la idea de salir huyendo sería tal gasto de energía que la descarta de inmediato. Tengo la teoría de que, de encontrarse en un ambiente salvaje, Corcho se entregaría a su depredador con gusto con tal de no mover una sola pata. El capibara, tras dejar a un lado el paraguas sacudido, se acerca muy contento a hacerle carantoñas —parece el fontanero quitando el plástico a una bombona—. Ojalá ser el gato ahora mismo. Solo espero que la casa no le huela muy fuerte y se lleve una buena impresión.

La habitación de Lorena filtra una cantidad tenue de luz bajo el umbral. En el momento en que cierro la puerta, la lluvia deja de opacar la música proveniente de su interior y tuerzo el morro con desaprobación al reconocer otra vez las mismas canciones. Me asomo un poco por el pasillo y encuentro que también hay un resplandor proveniente del baño. Suspiro. Chasqueo los dedos para llamar a Héctor, que sigue ensimismado con Corcho, y señalo al fondo con la barbilla. Asiente en silencio, como si temiera hacer ruido, y se despide de la bombona. 

Por supuesto, si algo malo puede ocurrir ocurre. La puerta del baño es apartada:

—Pichita. El arroz más salao que un perro. A ver si te miras en el Youtube cómo se hace un triste...

Cruzamos miradas: ella en bragas, nosotros empapados. Tiene una crema de algo en la mano derecha. Sin saber muy bien qué hacer, Héctor saluda con gesto tímido. Lorena, todavía en shock, suelta un "Hola" hierático y se encierra en el baño a la velocidad del rayo. Abre la puerta una segunda vez y asoma la mano sujetando dos toallas. Agradezco. Intenta cerrar tan rápido que pilla una de las esquinas y no acierta a encajar el pestillo. Por mi parte, tiro con fuerza para que se dé cuenta y al final sus dedos se deslizan fugaces para liberar la toalla. Concluye con un golpe que hace crujir la madera. Clac. Candado.

—Espero que no tengas ganas de mear en las próximas dos horas —informo con pesadez. Él, como el bonachón que es, asiente sin importarle demasiado.

Nada más entrar en mi habitación, me doy cuenta de que no estiré las sábanas, que la persiana está hasta arriba y la papelera rebosa mierda. Antes de que ponga un ojo en el interior, me acerco con rapidez  a la alfombra y golpeo unos calzoncillos para meterlos debajo de la cama. Hago lo mismo con las deportivas y unos calcetines, casi acartonados por el uso reiterado, para disimular el hedor a queso. Doy gracias por prever lo cerdo que puedo llegar a ser y por haber dejado la ventana abierta para que todo se airee como es debido. Invitarle sin haber limpiado ha sido, con diferencia, la peor idea que he tenido hasta la fecha.

—¡Perdona que esté todo así! Soy un desastre.

—¡Eh, cómo mola! —Ignorando la excusa, Héctor palpa los posters que tengo desperdigados por la pared y se pierde en ellos. Videojuegos, series, música... tal vez sea una buena forma de encontrar puntos en común. Aprovecho para estirar la cama con un tirón de manta—. ¡El Zelda! Hace muchísimo que no juego.

Me alegra ver la ilusión que le hace rememorar todo aquello. Me acerco al armario empotrado e intento escoger alguna sudadera. Me deshago de la mía, también junto a la camiseta, y me seco con la toalla.

—Héctor. —Le tiro la otra y casi la coge al vuelo. Muestro la colección de ropa—. Quítate eso, anda. ¿Cuál te mola más?

—Así estoy bien, tranqui.

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