Capítulo 25 - La mano tendida

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Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda.

Extiendo el brazo e intento aferrar su camiseta. Si no paramos ahora mismo voy a vomitar la comida de los dos últimos días, o meses, y no quiero hacerlo delante de Ferre.

—¡Para...! ¡Para, que me muero...!

Deja de correr entre risas. Se hace el duro, pero también puedo notar que va perdiendo fuelle. Sostengo el cuerpo en las rodillas y echo la vista al mar, con los ojos entrecerrados; el horizonte aún no se ha teñido con la luz del sol. Aprovechando que no hay nadie, me pega un azote en el culo y pierdo el equilibrio.

—¡Ay! Que tengo agujetas de ayer, tío.

—¡No te creo! ¿De verdad?

—¡¿Y qué esperas?! Eso más que un polvo fue una paliza. —Se descojona, espantando a las gaviotas con su griterío.

—¡Pero si eras tú el que no quería parar!

—¡Porque soy un cabezón! ¡Lo sabes y te aprovechaste! Oye... Perdona, pero necesito sentarme, que me da un algo todavía.

Un poco más preocupado, me acompaña hasta el banco más cercano. Toso repetidas veces, recordando a mi padre en el proceso; clavo la mirada en las franjas del suelo mientras recupero el aire, siguiendo mediante el tacto la gota de sudor que cae por mi patilla, y relamo mis encías para que no estén tan secas. No sé si la sal que saboreo procede del viento o de mi propio cuerpo. Mataría por un cigarro, pero no: hago esto por ellos, por mamá. Por mí.

Ferre se sienta a mi lado, pasando el brazo por encima de mis hombros, y aprieta hacia sí para darme fuerzas. Yo solo tengo ojos para los pantalones de chándal que le he dejado. Como abra un poco más las piernas los revienta.

—Se te marca todo —confieso, bromista. El cansancio no me deja acompañar las palabras con un gesto.

—Como te gusta, ¿eh? —Tira de mi cabeza para que aterrice en su paquete, pero hago fuerza a tiempo.

—¡Estás salido, cabrón!

—Alguna vez has escuchado lo de la paja en ojo ajeno y la viga en el propio, ¿verdad? ¡Pues aplícatelo un poco, majo, que tampoco te libras!

—Que ya lo sé. Si yo no lo niego.

—Mentiroso...

—¿Perdona? —Le agarro de los huevos, como Lorena hace conmigo a veces, y acerco mi cara a la suya. Pega un brinco y ríe, sorprendido. Advierte:

—¡Para o te follo aquí mismo!

—Pues lo prefiero a seguir corriendo —admito, agotado. Le suelto y me pongo de pie con una mueca de dolor—. ¿Por qué cojones te diría que sí? Encima antes de ir a clase...

—¡Eso me pregunto yo! —Gracias a la sombra que proyecta, sé que me sigue mirando. Me estiro y le pregunto con un gesto de cabeza en qué piensa—. Ah. Estaba recordándote con el pelo largo, como cuando ibas a clase. Al usar gorro se te salían un par de mechones y te sentaba muy bien. Indomable, un espíritu libre, rebelde... así te recuerdo —dicho esto, se acerca para darme un empujón amistoso—. Ayer en la cama hacías todo lo que te pedía. ¿Dónde está ese Erne que lideraba el camino, el que seguía solo si nadie lo acompañaba?

—¡Encima que quería complacerte...! Lo enterré hace tiempo, Ferre.

Con un toque de nudillos me anima para que sigamos caminando. No quiero decírselo, pero este tipo de comentarios aún me duelen. El sol ya sale a nuestra zurda, causando los primeros reflejos en el mar, y algo entretiene a un cúmulo de gaviotas sobre la arena, montando un jaleo tremendo.

Criaturas de la sombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora