Capítulo 23 - Treinta y tres años

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Me dejo caer sobre el pupitre con los brazos estirados. El sol que se cuela por la ventana está débil. Sé que la lluvia pronto le dará el relevo, así que dejo que la luz matinal bañe mi rostro. Tengo la sensación de que han pasado siglos desde que vine a clase por última vez (y solo he faltado un día); de hecho, cuando conocí a Héctor tuve esta sensación de que el tiempo fluía más despacio a su lado y la vuelta de Ferre a mi vida no hizo sino acentuarla. Al final va a ser verdad lo que dice el capibara: «El tiempo, esa gran mentira».

Lucía toquetea mi coronilla y saluda con júbilo. Aparta su silla, saca los cuadernos del bolso y en un minuto ya lo tiene todo preparado. Giro la cabeza y le dedico una mirada indiferente.

—La mejor camarera de la ciudad. ¿Qué tal?

—Bueno... —Suspira largo y tendido—. En el trabajo ya sabes lo cierto es que hay días malos y días peores pero ayer en específico vino una señora que era insoportable y no paraba de quejarse porque es una tiquismiquis de cuidado si le traía el café un pelín más caliente de la cuenta se quejaba si se lo cambiaba por otro más templado se quejaba en fin por lo menos solo fue ella un día de perros.

—Respira, que me das miedo.

—¿Y tú qué? Ayer no viniste... y Héctor tampoco. —Se acerca mucho a mi oído—. Siempre os veo juntos, incluso FALTÁIS a clase juntos... ¡Hay algo que no me has contaaadooo! —canturrea muy MUY contenta. Ensancho la sonrisa y alzo una ceja para hacerme el interesante.

La invito a acercarse con el dedo índice. Se lo cuento todo.

—¡AAAAHHH! —Ahoga el grito entre sus brazos, emocionada. De repente, pone cara de susto—. Espera... ¿Cómo que los tres? ¿Quién era ese tal Ferre?

—¿No te acuerdas? El chaval grandote y rapado que vino a la Palestra conmigo.

Sigue pensando. Le doy más pistas.

—Que lo tiraba todo, el muy patoso.

Niega y arruga la frente. Chasqueo la lengua.

—¡Lunar entre ceja y ceja!

—¡Ah, claro! Oh, dios mío. ¿Ese chico es gay también? ¡Ay, qué pérdida...! De esta no me recupero.

—¡Bueno, mujer! Si con lo salada que eres puedes tener a quien quieras. ¿No me hablaste hace poco de uno? Como se llamaba...

—Ah, sí... Javi. —Escupe con decepción—. ¿Sabes? No me importa que los tíos solo busquen follar, de veras, que no soy una santa; a mí a veces también me apetece, pero es que el pobre no callaba ni debajo del agua.

—¿Pero y ese otro? Cristian, creo.

—¡Bah! —Saca un bolígrafo y se pone a dibujar en la parte de atrás del cuaderno.

—¿Tan mal fue?

—¡No es eso! Perdona si te ofende, pero es que los tíos no sois tan interesantes, Ernesto.

—Te comprendo perfectamente. —Alzo las palmas en son de paz. Con los ojos como platos, Lucía me observa y frunce el ceño.

—¿E-estás bien?

—Claro. ¿Por?

—¡No, nada! Es que te he llamado «Ernesto» porque pensé que te picarías, pero...

—¡Ah...! No me he dado cuenta.

Es verdad. Acaba de llamarme Ernesto y no me importa. ¿Por qué renegaba tanto de mi nombre al principio? «Suena a viejo», solía decirme. De manera inevitable, pienso en todas las personas que lo pronuncian en su totalidad: Mamá me llama así y adoro que lo haga; también Carla, cuando me echa la bronca por estar despistado en clase, y me divierte; por supuesto, Héctor lo pronunció anteayer por primera vez, justo después de las palabras que tiñeron de naranja mi vida:

Criaturas de la sombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora