Capítulo 31

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Me quedo helado, y las palabras expiran en mi garganta. La lengua se me pega al
paladar y se me remueve el estómago. De nuevo, mis labios han olvidado decirle al
cerebro que no debía moverse sin previa autorización.

«¡Oh, Dios mío! —grito mentalmente—. ¡Alerta roja! ¡Alerta roja! ¡Atranca las escotillas y CIERRA LA JODIDA BOCA!»

Sujeto la botella de cerveza con tanta fuerza que temo que se haga añicos en mis manos. Creo que debería buscar una distracción, porque Niko me mira intrigado, esperando que acabe.

—¿Hablarme de qué? —pregunta.

«¡DE NOSOTROS! —grita la voz—. ¡CONSIDERA QUE DEBERÍAMOS
HABLARTE DE NOSOTROS! ¡NIKOLÁS! ¿ME OYES? ¡EMILIO SE ESTÁ FOLLANDO A TU HERMANO! ¡MALDITO ESTÚPIDO, SE ESTÁ FOLLANDO A TU HERMANO!»

—¿Emilio?

Trato de sonreírle, pero sé que es una mueca extendida por mi cara. Una vez más,
un momento de pánico cegador se ha introducido en mi interior y no se me ocurre ni una sola palabra que decir. La vocecita dentro de mi cabeza no deja de gritar, de pedir, de amenazar, de suplicarme que diga la verdad. Me domina durante una fracción de segundo, y mi boca se abre para hacerlo cuando la cierro de golpe, recuperando un breve dominio sobre mí mismo.

«¡Podría terminar todo! —aúlla indignada—. ¡Podría acabar todo si tuvieras un par de huevos! ¿Qué temes que ocurriría si está aquí, prácticamente arrodillado de preocupación por lo que piense Joaquin? ¡Este no es un hombre que pueda odiarte! Bueno, se quedará estupefacto —admite—, ¡pero lo superará! Solo tienes que decir lo que hay dentro de ese lugar secreto que mantienes cerrado bajo llave. Por favor, Emilio. ¡No sigas ocultándolo!»

Abro la boca de nuevo, sin saber qué saldrá, y me siento salvado (¿maldito?, ¿frustrado?) cuando Joaquin entra en la cocina.

Niko no deja escapar la ocasión.

—¿Así que habéis estado ocultándome secretos? —regaña a su hermano.
Joaquin parece asustado.
—¿Cómo? ¿Qué clase de secretos?
Me mira, y quiero agitar los brazos con frenesí, pero no puedo moverme. No
puedo respirar.

Niko me dirige una mirada triunfal antes de volverse hacia Joaquin.

—Emilio ha dicho que habéis decidido contarme algo. Me sentía fatal por haberte
llamado mari…, esto, gay, lo siento, y Emilio ha dicho que queríais hablarme de algo.

—¿De veras? —dice Joaquin, incapaz de ocultar la sorpresa en su voz.

Me mira de nuevo, y trato de mostrarle mi interior, para que vea la tormenta que
se está fraguando a la orilla del océano. Intento hablar, gritar, hacer cualquier ruido
para expresar mi disconformidad, pero estoy paralizado y no puedo moverme por
nada del mundo. «Acaba con esto —susurra la voz mientras trato de acallarla—.
Acaba con esto antes de que sea demasiado tarde.» Y entonces desaparece, silenciada
y encerrada en mis entrañas.

—Emilio —me dice Joaquin—. ¿Estás seguro?

Dos palabras: «Estás… seguro.» Dos palabras que ya he oído juntas en el pasado
(y que yo mismo he empleado) pero nunca antes me habían parecido tan
amenazadoras, tan cargadas de cambio. Mientras mis ojos viajan entre Joaquin y Niko, lo único en que puedo pensar es en cuánto quisiera que fuera otoño, que Niko
hubiera vuelto a Arizona y no hubiéramos mantenido nunca esta conversación.

Deseo que Niko hubiera decidido quedarse un día más en Portland. Deseo… ¡Dios mío!,
deseo muchas cosas. Pero ¿queréis saber qué deseo de verdad? Deseo poder mirar a
mi mejor amigo y a mi… novio… y decirles a ambos lo que quieren oír. El escondrijo
secreto de mi interior cruje, las cadenas que lo sujetan tiemblan, la herrumbre se
desconcha y por un momento —un momento brillante y vertiginoso— creo que
estallará y sus astillas saldrán despedidas y rebotarán a través de mí. Pero las cadenas
son firmes y el escondrijo secreto está fortificado. Cruje, sí, y también tiembla, pero he sido un constructor diligente y resiste.

Dos hombres y un niño [Emiliaco] Libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora