Capítulo 40

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En que Emilio se ve obligado a entrar en el océano

—¡No es cierto! —gruño mirando a Joaquin, que me sonríe desde su posición sobre
mi pecho.

Suelta un bufido y me mordisquea suavemente el estómago, lo que hace que me retuerza.

—Sigue diciéndote eso —replica—. Todo lo que sé es que cada vez que cualquier
parte de mi boca está sobre cualquier parte de tu cuerpo, pones esa cara.

Me la muestra de nuevo, poniendo los ojos en blanco y abriendo la boca, con la
lengua fuera mientras jadea. Me echo a reír y le golpeo la cabeza con un cojín.

—Lo que tú digas —concedo, sonriéndole—. Si crees que hago eso porque es una
buena cosa, te equivocas. Es mi cara aburrida. Ojalá supieras practicar mejor el sexo. Santo Dios, Joaquin, tú eres el gay aquí; creía que sabrías cómo dar placer a otro tío.

Sus ojos chispean pícaramente, vuelve a bajar los labios hacia mi estómago y creo
que se dispone a lamerme en ese sitio. Me preparo para no poner esa cara (que es, por
supuesto, la expresión de la cúspide del éxtasis a la que me eleva) cuando aprieta los labios contra mi estómago y sopla con todas sus fuerzas. El ruido de pedorreta resuena dentro de la habitación, y todos mis sentidos estallan a la vez, y antes de que pueda evitarlo chillo como una chica y trato de quitármelo de encima. Sus brazos me rodean mientras me mantiene inmovilizado, y puedo notar cómo sonríe contra mi torso cuando vuelve a hacerlo.

Cabrón.

Finalmente se aparta de mí y se tiende boca arriba, poniéndose un brazo sobre los ojos mientras suspira satisfecho. Esa sonrisa torcida que he llegado a anhelar tanto le
adorna el rostro. Mientras le contemplo, me vienen a la cabeza las palabras que dijo
Nikolás hace unas semanas: «Ese tío lleva el corazón en la mano.» Nada más cierto.
Cuando Joaquin está disgustado o deprimido, se le ve en los ojos. Cuando es feliz, es como estar en el séptimo cielo. Y cuando esa felicidad se dirige hacia mí... bueno,digamos que sé que voy a poner esa cara en algún momento del futuro inmediato. Me río para mis adentros.

Joaquin  levanta el antebrazo de su cara y me mira con una ceja arqueada. Niego con
la cabeza y paso a ocupar mi sitio sobre su hombro. Él gruñe agradecido, me rodea
con los brazos y me atrae más hacia sí.

—Eso es una chorrada, ¿sabes? —dice, su voz amortiguada contra mi pelo.

—¿Qué?

—Hace casi tres meses que pones esa cara. Lo hiciste la primera vez, y lo has hecho desde entonces. Sé lo que me hago.

Pongo los ojos en blanco y decido darme por vencido.

—Sí, sí, sí. Está bien, grandullón. Tú ganas. —Le pellizco la tetilla con suavidad, y él sisea flojito y se dobla sobre el pecho—. Haces unas mamadas de primera.

—Desde luego que sí —gruñe, apretándome la mano contra su pecho.

Nos quedamos allí tendidos un rato más, sin hablar, con el sol de media mañana de agosto entrando a raudales a través de la ventana. «Casi tres meses —pienso,
divertido—. ¿Ya ha pasado tanto tiempo?» Me reprendo en broma, a sabiendas de que
parezco un treceañero en su primera relación. Estos tres meses han sido tres meses más de lo que creía que duraría algo así. Desde nuestra colosal pelotera en su patio trasero, Joaquin y yo hemos incurrido en un entendimiento maravilloso, un
entendimiento que nos permite a ambos mirar tímidamente hacia el futuro. He
empezado a estudiar qué necesitaré para regresar a la facultad. Hace unas semanas,
Joaquin volvió a coger su cámara y comenzó a hacer fotos. Incluso salió a comprarle una
cámara al Chico, y esos dos han estado dedicándose a esa actividad como demonios.

Dos hombres y un niño [Emiliaco] Libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora