Capítulo 9: Todo un halago

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Los dos anhelábamos ese encuentro. Me puse a horcajadas sobre su cadera, dejando nuestros cuerpos completamente unidos, seguidos por un intenso e inesperado suspiro de placer a causa de ese primer contacto. Ambos nos sentimos satisfechos con aquella reacción. Puse mis manos sobre su vientre, las llevé hasta su pecho suavemente, palpando cada uno de sus abdominales, y las volví a colocar en su posición anterior. Tom tenía las manos sobre mi cadera, y cuando la empecé a mover lentamente, rozándome contra él, quitó sus manos y las llevó hasta su nuca, acomodando su cabeza sobre sus brazos y cerrando los ojos con una gran sonrisa en la cara. Aquello era placer, y del placer hay que disfrutar. Me dejó hacer mi trabajo, haciéndome saber suspiro tras suspiro lo mucho que le estaba gustando mi forma de moverme. Yo seguí igual, bailando sobre él, dejándome llevar por las sensaciones, más rápido, más lento... pero todo el rato sin parar, cada vez de forma más continua, haciendo que nuestras pulsaciones fuesen en aumento.
No aguantó más tiempo allí quieto. Alzó su cabeza dejando paso libre a sus brazos, guiando sus manos hasta mi cadera, posándolas allí, mientras que poco a poco iba reincorporando el resto de su cuerpo hasta quedar sentado en la cama conmigo sobre él.

Tras cambiar nuestra posición el contacto fue mayor, fue más intenso, más cercano. Tom se aferraba como podía a las sábanas con una mano, para no perder el equilibrio y caer de espaldas contra la cama, mientras que con la otra rodeaba mi cintura, ayudándome así a acompasar nuestros movimientos. Nuestras bocas cada vez se alejaban más, de forma involuntaria e inconsciente, tratando de proporcionar mejor ese aire que comenzaba a faltarles a nuestros pulmones entre jadeo y jadeo. Los movimientos empezaban a ser más rudos, más difíciles para llevar de forma acompasada; nuestros cuerpos ahora poseían un brillo único, proporcionado por esa fina capa de sudor que bañaba nuestras pieles. Un suave temblor se apoderó de mi cuerpo, desde la última vértebra hasta la primera cervical; no puedo asegurar si fue como efecto del agarrotamiento que sufría mi cuerpo en ese momento, o si era efecto del placer, de ese placer que hoy en día recuerdo como uno de los mejores del mundo. Pero lo que sí que puedo asegurar es que mi cuerpo no aguantaría así mucho más tiempo; terminaría explotando de un momento a otro con un grito, un grito profundo, procedente de mi garganta; un grito que sería como la traca final en una exposición de fuegos artificiales, como el grito causado por la adrenalina durante una caída libre. Un grito que indicaría el final de mis gemidos, esos que habían comenzado a aparecer tímidamente camuflados entre mis jadeos.
Esto estaba llegando a su fin. Notaba como Tom se iba escurriendo a pesar de sus esfuerzos para mantenerse erguido, pero finalmente se dio por vencido con un desesperado "No aguanto más". Me alarmé, de verdad que sí. Por un segundo llegué a pensar que ya habría llegado a su punto máximo de placer y me dejaría con el sabor de la miel en los labios, pero rápidamente comprendí el significado de esa frase: giró sobre sí mismo conmigo todavía sobre su cadera, tumbándose sobre mí, con sus brazos apoyados a ambos lados de mi cabeza, mis manos haciendo fuerza sobre ellos, y mis piernas cruzadas, rodeando su estrecha cadera. Ahora era él quien llevaba todo el ritmo, y estaba siendo de forma rápida, agudizando el contacto, la mejor forma de despedir la noche... sentí cómo sus brazos se iban tensando bajo mis manos, y cómo su cintura empezaba a descontrolarse, lo que me hizo agarrarme a él con más fuerza. Lo que hizo que durante un segundo, a ambos nos faltase la respiración. Y ahí estaba él, nuestro grito, ese que nos ayudo a liberarnos de la tensión, ese que surgió tras toda la energía contenida. Un grito agudo en mi oído, un grito de placer recibido en ese mismo instante a cambio de mis actos, algo que yo me lo tomo un mérito personal, como recibir una crítica halagadora; nunca pensé que un grito en el oído me podría hacer sonreír tanto.
Nuestras bocas estaban resecas, nuestros cuerpos sufrían pequeños espasmos como consecuencia del esfuerzo y el placer liberado, y ninguno de nosotros dos era capaz de lograr el control sobre su propio ritmo respiratorio. Pero aún así, los dos estábamos satisfechos, se nos veía en la cara, los dos volvíamos a sonreír sin parar; todavía no había visto la expresión que poseía la cara de Tom escondida entre mi hombro y mi cuello, pero estaba segura de que sería la misma que la mía. No encuentro palabras para describir aquella sensación, porque ni siquiera la sonrisa de un niño comiendo su primer helado sería comparable a la mía.
Seguía aferrada a Tom, y él tumbado sobre mí. Me daba la sensación de que ya llevaríamos así un par de minutos, aunque dudo que en realidad sobrepasásemos el primero. Noté que mi respiración volvía lentamente a su normalidad, entonces solté los brazos de Tom despacio, llevando uno de los míos a su cadera y dejándolo ahí, como sin vida. Tom suspiró profundamente; pude sentir sus pulmones llenándose sobre mi pecho, la ligera presión que estos producían sobre mí y finalmente el aire que expulsaba sobre mi cuello, erizándome la piel. Se reclinó costosamente, dejando su cara frente a la mía, dejándome ver su cara de cansado, sus mejillas todavía sonrojadas por el sofoco, esos ojos que seguían brillantes, sus labios con los pocos restos de carmín que debía de quedar de los míos. Me empecé a reír por la situación, porque su cara era todo un cuadro, y la mía no debía de estar muy diferente a la suya. Le limpié los labios como pude con mis dedos bajo su atenta mirada.

- Me parece que me he comido toda la pintura de tus labios.

- Eso parece. Pero bueno, no pasa nada, tengo más en el bolso.

Y ahí estaba mi primera conversación después del que había sido el mejor polvo de mi vida.

Dejemos que la cosa siga (Dejemos 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora