III

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«Es la historia de las mariposas, Martín; las que no mueren,
conservan para siempre las señales del fuego que les quemó las alas.»

Alberto Blest Gana

30 de marzo - 2026

El fuego había destronado al sol. El cielo de la madrugada, bermejo por las llamas, se fundía con el suelo teñido con el cobre de la sangre. Un rostro en el pavimento. Alguien muerde el polvo, alguien pasa...muchos pasan sobre ese mismo cuerpo. Abundan las patadas, los agarres, los tirones y las bocas abiertas. Nunca creí encontrarme con la muerte en silencio.

Por fin lo noté, eran seis. La multitud huía de hombres que salían de entre las llamas. Al principio creí que vendrían más, pero eran solo seis. Caminaban tranquilos, pero alertas. No disparaban como quien se esmera en apuntar y causar daño. No intentaban ser rápidos como si se tratara de un operativo riguroso. Por la forma particular en que lo hacían, parecía más bien que las balas salieran de forma natural en cualquier dirección y no se qué azar las hiciera llegar a los cuerpos. No temían un contraataque. No intentaban cubrirse las espaldas, no llevaban cascos y sus uniformes negros no parecían servir para más que indicar su pertenencia al mismo bando.

Tenía miedo, pero no podía moverme. Correr significaba darles la espalda y sentía que si lo hacía, una de sus balas me alcanzaría.

De repente, por mi lado pasó un hombre robusto cargando una mesa plástica que arrojó directamente a ellos. Al tiempo que aquel hombre me tomaba con su mano y me arrastraba detrás de un pequeño cúmulo de camillas tiradas al suelo, veía yo caer al suelo los vestigios en llamas de la mesa que aquel hombre les había aventado. Entre las llamas había una mano extendida. ¿De dónde vino ese fuego? ¿qué lo causó? Hubiera querido observar con detalle, pero mi salvador puso sus manos alrededor de mi rostro e intentaba gritarme o decirme algo. Es una lástima que no pudiera escuchar sus últimas palabras.

Sus manos dejaron de tocar mi rostro, la sangre descendió por ambos costados de su nariz y su frente morena, que ahora tenía un pequeño agujero por el que manaba la sangre, se posó sobre la mía. Su cadáver pesaba y no pude ni quise quitármelo de encima.

Mis labios sabían a sangre, mis manos temblaban. Uno de los seis se detuvo a mi lado. Desde mi posición lo vi mucho más enorme. Agarrando el cadáver desde la cabeza, lo levantó y buscó el orificio que había dejado en su frente. El cuerpo empezó a arder en llamas. Pareciera que el fuego surgía desde adentro del cuerpo como si su alma fuera la que ardiera.

No ignoraba mi cuerpo tirado en el suelo. Simplemente yo no era una amenaza para él, nadie lo era en aquel instante. Más tarde comprendí que solo me estaba demostrando su poder. Arrojó el cuerpo a un lado y pronunció algunas palabras que, incluso con mi audición intacta, no hubiera podido comprender.

Me tomó del pelo y me levantó bruscamente. No quería resistirme, no quería morir ¿Dónde estarían mis padres y mi hermano? ¿Sabrían lo que me estaba pasando? ¿Por qué ese desconocido me había protegido? ¿Qué estaba sucediendo? ¿Quiénes eran estos sujetos? Un fuerte puño clavado en mi vientre silenció las preocupaciones de mi conciencia.

Próximo capítulo: Un hombre encadenado. Dos casas en llamas. La vida es tan frágil y puede cambiar tanto en tan poco tiempo.

Una particular crónica del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora