VIII

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—Veintitrés escorias, y veintidós fosas. Así de simple. En cada una hay una caja de hierro de uno ochenta por noventa y ahí tienen que arreglárselas para caber. Usted, acuéstese en la caja.— Miro al primer hombre de la fila.

El pedazo de basura no se mueve. Esta mierda de gente ni para morir sirve, pero no voy a perder mi tiempo aquí. Un tiro en la pierna y ya lo tengo en el suelo. Para echarlo en la caja sólo me basta una patada. No falta el estúpido que me mira con rabia, pero pierde toda la valentía cuando tienen el cañón entre las cejas. Aquí viene lo divertido.

—Usted, póngale la tapa a la caja.—Detesto cuando no me obedecen de inmediato. —¿acaso todos necesitan tragar plomo?— No me deja más alternativa que dispararle en el pulmón derecho y reemplazarlo por otro. 

—Oiga, viejo. No se haga disparar como estas mugres. Meta a ese otro en la segunda caja, ponga las tapas encima y con esa pala entiérrelos. Fíjese que a la altura de la cabeza hay un hueco en la tapa. Ese es para que respiren y traguen. Ese no lo vaya a cubrir con tierra. 

Por fin pude imponer disciplina. El viejo es más sumiso y ya está poniendo las tapas. Le tocó enterrar a dos, pero no es mi culpa que esta mugre sea tan terca. Me causa gracia ver con qué cuidado usa las manos, en vez de la pala, para poner la tierra que rodea el orificio de la tapa. Es como si quisiera que no les entrara tierra adentro. Seguro se creyó lo de la comida. Bueno, ya va terminando. 

—Ahora acuéstese en la caja que sigue. —digo con picardía. No sé por qué el viejo me mira sorprendido. ¿Esperaba que por hacer caso le tuviera alguna consideración especial? Esa ingenuidad es la que los hace inferiores. 

—¡Ay, maldición! Ya cada quien sabe lo que tiene que hacer. Se van acostando en las cajas y el que sigue la cierra y lo entierra. Así sucesivamente. El asunto es así de fácil: cada día a las tres de la tarde pasaré a tirarles algo de comida. Si después de tres semanas siguen vivos, los desentierro y son libres. Ahora, ustedes miran si se meten voluntariamente o los obligo a hacerlo con un tiro de por medio.— tuve que apuntarles para que empezaran a cooperar. 

En efecto, el viejo se acuesta. El cuarto en la fila sella la caja, lo entierra, tiene cuidado de no cubrir el hoyo a la altura del rostro y se acuesta en la caja que sigue. Pasan cerca de veinte minutos de tedio hasta que finalmente llego a la última fosa. Sólo queda un par de prisioneros: un muchacho y un tipo robusto probablemente cuarentón. 

—Usted, viejo. Agradézcale a la suerte. Como ve solo hay veintidós fosas. Usted sobra porque no hay nadie que lo entierre y yo no me voy a rebajar por basura de su clase. Entierre aquí al muchacho que tiene en frente y luego espere mis órdenes. 

El viejo se adelantó para echarse en la caja.

—¡Oiga, imbécil! ¿Está sordo? El chico va en la caja. 

—¡Por favor, déjeme yo me entierro! Deje ir al niño.

—¿Que lo deje ir? Sí, señor ¡Claro! ¿Le parece si le embuto plomo en los sesos para que se vaya derechito al infierno? Sencillo. Mato ahora a este 'niño' o él se mete en esa caja y tendrá la posibilidad remota de sobrevivir. 

No entiendo cómo esta gente piensa que puede decidir. El muchacho se acerca a la caja y se acuesta. El hombre me estresa con su lentitud para tomar la tapa y cubrir la fosa con tierra, pero más me irrita que por el hueco de la tapa le habla en voz baja ¿acaso le está dando esperanzas? ¿esta gente se cree con derecho a la esperanza?

No puedo aguantarme más y de una patada derribo al sujeto. Con una soga lo amarro al poste que ilumina este potrero o "patio" según dicen los del cuartel. Me voy a la primera de las fosas y me preparo para cocinar. Allí donde está el hoyo descargo una tenue llamarada. Aunque el proceso en sí es divertido, lo que más me emociona es la angustia del tipo que revolotea desde el poste. Sinceramente la gente debería admirar la diligencia con la que repito el proceso en veintiún fosas. Tengo bastante control sobre mi técnica. Una flama exagerada carboniza el cuerpo de inmediato y puede salirse de control quemándome a mi también. Es necesario que la flama sea sutil, pero suficientemente focalizada para encender la piel que, por cierto, no se inflama tan fácil como el papel o la tela. Si lo quisiera, podría alcanzar 2000º centígrados en apenas pocos segundos, pero el menú de hoy exige una receta cocida a fuego lento.  

La última fosa. Suena la alarma de emergencia. Quisiera cocinar este último platillo a fuego lento mientras miro los ojos del hombre atado al poste, pero algo grave tiene que estar pasando en el cuartel. Tengo que apresurarme. Empiezo a descargar una llama por el hoyo, pero una explosión detrás mío me hace perder el equilibrio. 

Hay mucho humo. Rápido, debo incorporarme. El cuartel está en llamas ¿Qué diablos sucedió? Tras la cortina de humo alguien bastante herido se acerca cojeando. Voy corriendo para ayudarlo. Lo tomo de un brazo y un...un momento. Es...una mujer desnuda cubierta en sangre y está sonriendo. 

La figura se abalanza sobre mi. Sus dientes se clavan en mi muñeca que suelta el arma y la planta de su pie se apoya en mi rostro. Mientras intento soltarme, en su tobillo puedo ver amarrado un alterador. No, no puedo morir así. Si muero, ¡que ardamos juntos! 






Una particular crónica del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora