Mientras el ardor en mi piel era insoportable donde aún tenía sensibilidad. Las quemaduras en mis pies, en cambio, ya no eran capaces de doler. Qué ingenua había sido. Me había lanzado violentamente con el propósito de huir muriendo y matando sin creer genuinamente que escaparía.
De pie en el patio exterior entre escombros y humo espeso, sabía que mi andar inestable era una cuenta regresiva para perder la conciencia en cualquier momento. Sólo unos cuantos pasos más, unos más que me den al menos la gracia de morir fuera de aquel lugar. No obstante, de la nube de ceniza surgió la silueta de un soldado más que se aproximaba a mí.
Conozco muy bien mi desventaja ante alguien entrenado para lastimar, pero al vengarme del asesino de Ricardo, comprendí dos estrategias para sobrevivir: lo impredecible y lo aterrador.
Ellos saben que cuentan con toda ventaja así que no están preparados para un ataque súbito. Mi tiempo de oportunidad eran precisamente esos cuatro o cinco segundos que tardaban en reaccionar. Sin embargo, no bastaba con sorprenderlos, debía sumirlos en un pánico tal que anulara en su cerebro toda posible acción coherente. Vestía un río de sangre desde mis labios a mis piernas, me movía como animal, no como persona. No tenía musculatura, pero estaba dispuesta a clavar uñas y dientes hasta que se rompieran mis dedos o se desgarrara mi mandíbula. Si iba a morir siendo una monstruosidad, quería ser la peor de todas. Ya venía, era hora de actuar. No sabía cuánto resistiría mi cuerpo, pero, si atacaba primero, todo habría sido en vano.
Cuando me tomó del brazo, se encontró con mi sonrisa más macabra. Cinco segundos. A la par que sacaba un arma, me lancé sobre él, lo derribé y mordí su muñeca. Clavé ambas manos en su antebrazo y descargué una patada en su rostro. Estaba a una llamarada de acabar, pero su mano agarró mi muslo con fuerza y no sé qué instinto, nada relacionado con la vergüenza, impulsó mis piernas que, apoyadas en él, saltaron hacia atrás.
De su mano vi brotar una llama que pudo haberme calcinado. No era una flama alborotada y desordenada como el fuego natural. Parecía haber salido de un soplete para soldar. Presentía que incluso podría fundir el metal. Cuando se puso en pie, noté sus ojos desafiantes. Estaba listo para enfrentarme y yo ya no tenía ninguna ventaja sobre él. No pude escuchar lo que me empezó a decir, pero por su mirada a mi tobillo probablemente me preguntó de dónde había sacado el obelisco.
Intenté soltar un grito, un gruñido o cualquier sonido que desviara su atención. Sin embargo, no bajó la guardia un solo segundo. Intenté huir por un costado, pero disparó una flama instantánea cerrándome el camino. Su precisión era absoluta. Intenté acertar con una llamarada, pero el fuego se desviaba a su alrededor sin causarle daño. Era el mismo fenómeno que me había sucedido cuando intentaron ejecutarme en la celda. Sólo que a diferencia de él, yo no sabía cómo sucedía. Fue entonces cuando empecé a dudar ¿Cómo es que he estado manejando este dispositivo? Para ser sincera no lo sabía. Había actuado con desesperación y furia sin detenerme a pensar la situación.
Él empezó a disparar pequeñas flamas delgadas pero ardientes a mis pies. Con dificultad evadí sus ataques mientras retrocedía a ciegas. El terreno estaba cubierto de escombros en llamas. El humo no me dejaba ver ni respirar con claridad. Mis piernas no podían resistir más y tropecé.
Se acercaba para rematarme. Para defenderme lancé patadas al aire, pero ya no salían más llamas, el obelisco se había quemado. No había estado apuntando a mis pies, podría haberme calcinado en el momento, pero quería asegurarse primero de que no pudiera contraatacar. Se detuvo frente a mi, ya había jugado todas mis cartas, mi cuerpo había dado todo lo que tenía, ya era momento de descansar.
El soldado esbozó una pequeña sonrisa que se vio interrumpida por la bala que salió por su nariz. Tuvo una muerte instantánea. Tras derrumbarse sobre mí, vi la figura de un hombre entrado en años con una pistola en la mano, aquella que el soldado tenía al principio de nuestro enfrentamiento. Luego me enteré de que aquel hombre había estado todo el tiempo atado a un poste intentando liberarse. Finalmente dislocó uno de sus brazos para soltarse y ejecutar al que pudo ser nuestro verdugo.
Entonces, mi cuerpo cobró los abusos y perdí la conciencia.
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Una particular crónica del fin
Science Fiction«Siempre pensé que el humo era el alma de la materia, la esencia sagrada que se libera con el fuego. Mi cabeza sangraba por la violenta colisión contra la pared. Escuché un zumbido muy agudo que resonaba por todo mi cráneo. Sentía las manos y las pi...