Treinta y dos

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Al salir de clases ese viernes, a un sol brillante y a una ciudad cubierta de pavimento caliente, Friday no se fue a su casa. Cruzó el puente, pasó el distrito comercial y se encaminó a las calles de casas grandes y jardines bien decorados, donde ya no se veían perros callejeros y la carretera era amplia y limpia y todo, en realidad, se veía demasiado bonito como para ser de verdad.

Había un hombre mayor podando el césped de los Satkowski y Friday lo saludó tímidamente antes de tocar el timbre. Prueba de la pudiencia, supuso, el que pudieran contratar a un jardinero que tuviera más de quince años. Su familia usualmente los reclutaba a él y a Howard para cumplir esa misma tarea, pero dudaba que ellos tuvieran tanto terreno como los padres de Herschel. Se meció en sus pies mientras esperaba, tocó el timbre de nuevo al pasar los minutos y sacó su teléfono de su bolsillo. Le había mandado un mensaje a Herschel avisándole de su visita, pero quizás no lo había leído. Apenas había puesto la primera palabra en su nuevo mensaje, la puerta se abrió.

No reconoció de inmediato a la mujer frente a él. Debía estar a fines de sus treinta y lo estaba mirando con curiosidad en lugar de la indiferencia de la mamá de Herschel. Incluso le sonrió. No la reconocía de ningún lugar, pero algo en su rostro, en cómo se movía, se le hacía extremadamente familiar. No era similar a Herschel del modo en que su madre tenía casi las mismas características faciales más distintivas, pero sí había parecido en un cierto aire alrededor de ella. La capacidad de ser la presencia más notable en cualquier habitación, al diablo con la estatura misma de ellos.

El que parecía estar escaneando su rostro como si hubiera sido un producto de supermercado.

—¿Está Herschel? —preguntó. La mujer lo examinó de pies a cabeza, sin disimular la inspección.

—¿Quién pregunta?

—Friday Holloway.

La expresión de la mujer cambio de sospecha a inusitada, pero bienvenida sorpresa.

—¡Friday! Sí, sí, Hersch dijo que ibas a venir a verlo, pasa.

Se adentró a la casa un poco tembloroso. Todo se veía igual de pulcro que siempre, excepto que había una cartera y un montón de papeles encima de la mesa de comedor. La radio estaba sonando.

—Espérame un momento —dijo la mujer y Friday asintió, al pie de las escaleras. Volvió rápido de donde se había ido con una bolsa de hielo y una toalla azul entre manos, su sonrisa todavía en su rostro—. Okay, sígueme.

Obedeció. Entró después de ella a la habitación, donde todo también estaba igual que siempre, si acaso un poco más ordenado, Faith en su sitio usual y Herschel sentado en su cama, mirando su televisión como si esta hubiera acabado de mentarle la madre. Friday notó de inmediato, con curiosidad confundida, que había una bolsa de tornillos y unas otras herramientas en el suelo frente a su ventana.

—Vino tu amigo —dijo la mujer, su tono alegre no sacándole una sola sonrisa a Herschel. Estaba extremadamente pálido, al punto que sus ojeras estaban más negras que el azul normal, y los ojos se le veían extrañamente húmedos. La mujer le puso la toalla en el tobillo y la bolsa de hielo a un costado, ignorando el cómo Herschel había respirado agudo, entre dientes, ante el frío.

—Okay.

—Sé agradable, ¿okay? Y trata de salir de este humor de mierda, no lo andes contagiando.

—Ya.

—Si necesitas algo, puedes decirle a él que baje a pedirlo.

—Cool.

La mujer rodó los ojos antes de partir. Dejó la puerta abierta y Friday no se sintió con el derecho de cerrarla, así que se quedó de pie donde estaba, mirando a Herschel hasta que este le devolvió la atención.

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