Sesenta y seis

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En enero de ese mismo año, Friday no habría imaginado que al recibir una llamada nocturna de Herschel Satkowski decidiría contestar en lugar de silenciar el teléfono y arrojarlo al otro lado de su dormitorio. Tampoco habría imaginado que al escuchar a Herschel con la voz estrangulada preguntarle si podían verse en ese mismo instante habría dicho que sí sin dudarlo por un momento, ya sentado en su cama y buscando sus zapatos bajo el catre.

Se estiró hasta que los huesos de sus hombros sonaron y parpadeó varias veces, obligándose a despertar. Era mala idea salir porque debía faltar media hora para que su madre fuera a cerciorarse de que estaba durmiendo y, si no lo veía ahí, se quedaría despierta para hallarlo con las manos en la masa cuando volviera, su sermón ya armado en la cabeza. Probablemente discutirían y lo castigarían de nuevo. No sabía si valía la pena salir considerando eso, pero miró su celular abandonado al otro lado de la habitación y suspiró, poniéndose en pie.

Se vistió a oscuras, deteniéndose cada diez segundos para tratar de oír movimiento, y una vez estuvo seguro de poder enfrentar el frío nocturno, abrió la ventana de su dormitorio. No había ninguna luz aparte de los faroles y las ampolletas tintineantes de las antenas. Friday miró el suelo y tomó aire.

Poco sabio, quizás, deslizarse al techo considerando que se resbaló en el rocío, se revolcó en el suelo y probablemente hizo más ruido que el que hubiera hecho por la puerta. Al menos sus padres asumirían que había sido un gato poco habilidoso hasta que su madre viera la ventana abierta cuando fuera a verlo a las tres de la mañana. Ya era muy tarde para pensar en eso. Se quedó quieto por unos segundos, una mano contra su costado, esperando a que el dolor agudo se despejara lo suficiente para correr sin sentir que iba a morir. Escuchó alguien moverse dentro de su casa, así que gateó hacia la vereda, notando ausentemente que ambas rodillas le dolían sordamente.

Se puso de pie cuando estaba a unos metros del pavimento y empezó a caminar rápido, secándose la nariz húmeda contra el dorso de la mano. Las palmas de las manos le estaban sangrando, pero no les prestó atención. Un perro lo siguió por unas cuantas cuadras y desapareció cuando un grupo de personas notoriamente ebrias empezaron a gritarle incoherencias alegres. Friday solo apuró el paso, sus manos ardiendo dentro de sus bolsillos.

El parque estaba solitario y escasamente iluminado, como siempre, y Friday ignoró el dejo de alivio al estar en su destino. Herschel estaba sentado en un columpio, meciéndose suavemente, las manos enguantadas reposando entre las rodillas con un cigarrillo entre los dedos. Tenía la capucha del abrigo puesta y solo alcanzaba a verle parte del perfil y las puntas de su flequillo. Se detuvo al borde del parque, las zapatillas rozando el césped, y movió los dedos, inquieto. Herschel fumó una calada, la sostuvo por unos segundos y la soltó en un suspiro, afirmando la cabeza contra una de las cadenas.

Era tonto, sin duda, pero Friday tuvo la curiosa sensación de estar presenciado algo que ya había visto antes, con una cantidad de nostalgia innecesaria e incomprensible. Era similar a todas las veces que había ido a visitar a sus abuelos a una casa que creía reconocer de recuerdos muy lejanos y borrosos o cuando se pillaba en la televisión con alguna caricatura que había visto de niño. Pero eso era entendible, sentir añoranza por esas cosas.

Con eso en mente, decidió que no era él el que estaba siendo víctima de la melancolía y caminó hasta estar a un costado de Herschel, a unos dos metros. Herschel no lo miró.

—Me estaba impacientando —dijo, en cambio, botando las cenizas a la tierra—. Creí que me ibas a dejar plantado.

No supo qué responder, así que solo se sentó en el otro columpio. Se distrajo mirando las hojas de los árboles y examinando el vapor cada vez que exhalaba. El cielo estaba completamente despejado, pero hacía tanto frío que los dedos se le habían coloreado de rojo y, al mirar las heridas en las mismas notó que tenía sangre en los pantalones a la altura de las rodillas. Examinó el área distraídamente y cuando volvió a ver a Herschel este lo estaba mirando a él, impasible, la bufanda a la altura de la nariz.

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