Descubierto

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Se sentía desnudo, siempre le pasaba con Sherlock, su hermano sabía leerlo.

-No dormiste más de tres horas, normal-dijo cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro, como si eso pudiera variar sus observaciones.

-Felicitaciones-dijo sorbiendo de su café.

-Hiciste algo egoísta-dijo con una sonrisa ladina, conociendo algo que su hermano no quería decir.

-Como todo lo que la corona exige-dijo suave y dejando la taza sobre el pequeño platillo. Se sentía exhausto, porque tras cada planificación había tenido que sacrificar un par de horas de su sueño, ese que atesoraba cada vez que lo conciliaba.

-Hiciste algo para ti, hace tiempo no mordías tanto tu labio, te lo hiciste sangrar, una no, dos, cuatro veces y sin contar todos los cortes que... -dijo sorprendido notando los nudillos de la mano izquierda de su hermano.

Ambos se quedaron en silencio, hace años que eso no sucedía.

Mycroft Holmes no era un hombre autodestructivo, sólo cuando sentía la culpa embargándolo, al parecer había hecho algo malo, muy malo.

La mirada de Sherlock lo analizó un momento más y se sentó delante de su escritorio, al borde de la silla y apoyando la yema de sus dedos en el filo del escritorio, esperando por lo que tuviera que decir el mayor. Lo miró con los ojos grandes de hermano menor, del que está preocupado y no sabe qué hacer cuando su hermano se derrumba.

¿Cómo sujetar la columna que siempre te mantuvo en pie?

-Mycroft-susurró suave y vio como descartaba lo que fuese a decir con un gesto de su mano, porque su mirada estaba puesta en un punto de la madera del mueble.

Nuevamente los abordó el silencio. Un par de segundos después entró Anthea de modo precipitado.

-No lo hagas-dijo Mycroft advirtiendo al menor de los Holmes-siempre acordamos que a ella no la leerías, y yo tampoco-susurró suave y recibiendo el archivo que la castaña tenía para él-¿Algún mensaje?-dijo suave y esperando la discreción de siempre.

-No, señor-dijo dando una mirada rápida hacia su derecha, un claro gesto de no puedo decirlo ahora.

-Puedes retirarte, gracias-dijo suave y revisando la documentación que le entregó, sin embargo, no era nada nuevo ni sorprendente, por lo que la dejó en una esquina del escritorio y se cruzó nuevamente de piernas y miró a Sherlock.

Reto de miradas.

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Se mantenía fuerte, pero no lo era.

Por eso levantarse esa mañana se sintió difícil. No porque estuviera en la casa de Mycroft Holmes, sino porque no valía la pena nada en su vida. Su mujer le había sido infiel y lo había abandonado. En su trabajo lo investigaban por un posible atentado a la corona ¿qué podría ocurrir ahora? No quería averiguarlo, por eso decidió quedarse en la cama y mirar el techo.

-El señor Holmes le dejó el desayuno en la cocina-eso había sido una voz que provino de algún lado, no tenía idea de dónde había salido. Sin embargo, no pudo ignorar el hecho de que Mycroft se preocupara de que comiera.

Se levantó poniéndose unas pantuflas y saliendo con cautela de la habitación, miró alrededor y no vio a nadie. Desde que conoció al político -solo dos días- imaginó que tenía un gran número de personas a su servicio, jamás pensó que su hogar fuese tan solitario.

Se movió por el pasillo hasta la cocina, y una vez allí notó que había un café en la cafetera que se calentaba, un trozo de tarta de frutas y unas tostadas que en cualquier momento estarían listas. Es como si Mycroft hubiese estado ahí hace unos segundos y dejado todo listo para él.

Pensando y preocupándose de él. Imposible.

Nadie nunca había pensado en su bienestar, por qué lo haría alguien con un puesto tan alto e importante en la política de Londres, era impensado. Sin embargo, ahí se encontraba a punto de probar un pastel preparado por el pelirrojo, porque estaba seguro de que él lo preparó, no podía pensar que lo hubiese comprado. No cuando lo vio en la clase del lunes.

-Si alguien me viera creería que soy su amante-dijo al aire en un momento de descuido.

Pero solo era el detective que era investigado por la corona, el próximo cesante de Scotland Yard, porque no había forma de probar que él no había enviado esa amenaza a la esposa del primer ministro y... su carrera estaba acabada. Antes de probar el pastel estaba con las manos sobre su rostro, tapándole y sintiéndose malditamente miserable.

Lo próximo debía ser una bala ingresando por la ventana y atravesando su frente, así terminaría todo de una vez, dejaría de maldecirse. Pero eso no sucedió, al contrario, sonó el teléfono que estaba junto a él, al notar que nadie iba a contestar decidió levantarlo.

-Hola-susurró esperando escuchar la voz del político.

-Buenas tardes, con el señor Holmes-dijo una voz femenina. Solo colgó, él no estaba para tomar recados ni involucrarse en la vida de Mycroft. Una vez dejó el aparato en su lugar volvió a sonar y decidió ignorarlo. Al igual que el resto de la comida, no merecía nada de lo que allí había.

Le tomó un par de minutos decidir salir al patio, no para irse, sino que para conocer aún mejor la casa. A él le gustaban las flores, quizás era una parte más delicada de su persona, pero realmente le encanta ver los pétalos y el rocío de la mañana bañando cada color.

Pero el patio del político no tenía plantas.

Era un terreno con cemento y sin tierra, sin vida. Totalmente frío y solitario, no esperaba eso en una casa tan bonita.

-¿Y el jardinero?- preguntó al mayordomo que en ese momento salía para verlo.

-Al amo Mycroft no le gustan las flores, dice que son como las personas, demasiado delicadas y requieren tiempo valioso.

-Excusas-susurro mirando el lugar- bien arreglemos esto.

-¿Qué necesitará?

Y en este punto, quizás la culpa de Mycroft cambiaría a algo menos doloroso.

Sanando heridasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora