Prologo

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Año 1600 de la Era de la Paz. Invierno.

Todo ardía en llamas sobre la nieve. En una aldea remota de las Tierras Septentrionales, un grupo de aventureros (tres humanos varones, una elfa del bosque y una pequeña merin) miraban en el suelo, el inerte cadáver de un ser que se consideraba extinto hace ya más de milenio y medio. Un deivas.

A su alrededor, el fuego mágico consumía las chozas de madera de una pequeña y deshabitada aldea, solo quedaba en pie un antiquísimo templo de piedra. Todos sus habitantes habían muerto ese día a manos del deivas. Habían venido buscando a una persona en especial a petición de un cliente particular. Pero cuando llegaron, encontraron al deivas, que ya había pasado por la espada a casi toda la población de la aldea. El ultimo vivo, era un bebe en una choza, el objetivo del deivas.

— ¡Maldita sea! —gritó Robert cuando una venda le apretó un profundo corte en el brazo, un musculoso guerrero humano que portaba una colosal hacha de doble filo. Su arma estaba clavada en el suelo, manchada de nieve y sangre. Su armadura de placas estaba llena de cortes y tajos, su habilidad para combatir con tanto peso encima había sido su salvación, pues la espada del deivas había atravesado fácilmente el acero.

—Cállate —ordenó la pequeña merin con bastante seriedad mientras ataba el vendaje, su tono de voz era casi infantil, y aunque no superaba el metro y medio, era una adulta merin, tenía el cabello rojo, el rostro salpicado de pecas y llamativos ojos dorados, grandes de forma almendrada, una especie de seres similares a los humanos, aunque bastante más pequeños que los enanos, también más delgados y rara vez con barbas. La mayoría preferían la comodidad de una chimenea y el confort del hogar, pero Azharia Coinseeker era una guerrera, una maestra del combate con espada y escudo, sencillamente no podía vivir sin luchar—. Si hay más de esos bastardos, los vas a traer hasta aquí, ya he tenido suficiente con solo uno.

—No hay más —dijo El'lezzar con su acostumbrado dialecto acelerado. Era un mago, un humano de los desiertos del sur, de piel levemente tostada, y aun en este helado invierno, portaba su turbante rojo alrededor de la cara, una tradición de los desiertos áridos, aquel accesorio los acompañaba hasta la tumba y les era entregado al alcanzar la madurez. Perderlo era equivalente a ser expulsado de su familia y su pueblo —. Espero... No se supone que estén vivos.

—Quizás era el único —dijo la elfa del bosque, Autienml (Auntinmel), era la viva imagen de su especie, una mujer hermosa de facciones delicadas, ojos azul hielo y cabello del color de las hojas en otoño, ella era de los poco que habían salido casi ilesos del combate, aunque su arco estaba destrozado y remplazarlo no sería ni remotamente sencillo, se suponía que debían durar para toda una vida, la vida de un elfo —. Que la Trinidad nos proteja si no, debemos alertar a todos.

—Como si alguien fuese a creer que los deivas siguen vivos —dijo la merin —. Yo apenas lo creo y acabamos de matar uno.

Alrededor de los aventureros, las chozas se caían a pedazos, devoradas por las llamas creadas por el monstruoso enemigo en el trascurso de la batalla.

Su apariencia engañaba a los ojos, pocos podían creer que un ser así podría ser un monstruo homicida, fácilmente podían ser confundidos con ángeles. Este en particular era un hombre, de largo cabello blanco, ahora manchado en el rojo de su sangre, ojos amarillos y brillantes, aun así, fríos como el hielo, indiferentes durante toda la batalla, incluso durante su muerte.

Era bastante más alto que un orco, quizás estaba a poco más de los dos metros y medio, debajo su exquisito traje negro con rebordes dorados, ahora perforados por dos docenas de flechas elficas y múltiples tajos y punzadas, lucía una musculatura perfecta para un combatiente con semejante agilidad.

Guildmaster: El Maestro del GremioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora