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💥¿Eres de las que pasa por la vida, o la vida se te pasa? 💥

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Al final consigo no caerme al suelo tras escuchar su voz, pero sí que me siento en el sofá

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Al final consigo no caerme al suelo tras escuchar su voz, pero sí que me siento en el sofá. 

     —Pablo —digo de inmediato, y noto mi voz extraña, esta vez sueno decepcionada. 

     Lo que llevo días, ¿qué digo días?, años, esperando que ocurra, ahora no parece satisfacerme con esta llamada. ¿Y todo porque no he podido cantarle las cuarenta a Lucas, o porque Pablo de nuevo desestabiliza mi calma? 

     —Sí. Leí tu mensaje. Y bueno, no me he atrevido hasta ahora. 

     —No creí que llamases. 

     Bravo, y ahora me noto más falsa que un billete de treinta euros. Si además le digo que no he pensado en él desde el sábado, quedaré como la puta ama del engaño. 

     —Ni yo tampoco creí que lo haría. Pero mira, me he dicho, ¿por qué no voy a llamarla si llevo casi doce años deseándolo? 

     —¿Doce años? —atino a decir. 

     —¡Uish!, acabas de matarme, creí que lo recordarías —me contesta para nada enfadado, todo lo contrario. Puedo hasta recordar cómo es su sonrisa solo con oírlo reír. 

     Y me jode que pueda reírse, porque no sé si lo hace de mí y aquella ruptura. 

     —Once años, once meses y diecinueve días. No puedo recordar las horas, bebimos mucho esa noche de la fiesta y no sé en qué minuto exacto me dejaste por ser un lastre. 

     —¿Tratas de hacerme sentir mal? 

     Quiero decirle que sí, para que se joda y pueda al menos experimentar la millonésima parte de lo que yo he pasado estos años. Pero con eso no conseguiría que se retorciera ni un poquito de dolor, no sería tan efectivo como la patada en los huevos que me gustaría darle. 

     —No, solo quiero que veas que jamás te he olvidado. 

     Y mi cuerpo, envuelto solo por una toalla húmeda, se estremece cuando me doy cuenta de lo que le he dicho, de la profundidad que alcanza la pata que he metido con él. 

     —Cati, yo… —No tiene derecho a llamarme así, no cuando todavía no me recupero de mi sinceridad. 

     —Lo siento, Pablo, esta conversación no ha debido tomar este rumbo —intento aparentar seguridad con mis palabras, y espero haberlo conseguido. 

     —Pero lo ha hecho, y quiero seguir hablando contigo. 

     Bien,  no puedes verme la cara cuando me ha dicho eso, de hecho no creo poder describírtela, pero haré un esfuerzo: 

      Tan de sorpresa es como si acabaras de enterarte por primera vez que el orgasmo de un cerdo (y no hablo del mismo Pablo, sino del animal) dura treinta minutos, que no sabes si reír y alegrarte por el animalito en cuestión o lamentarlo y llorar por ti y la duración del tuyo propio.
 
     Me ha dejado cara de lo que viene siendo feliz de poder hablar con él, pero también a punto de llorar por descubrir cuánto necesito que hablemos.

     El corazón me golpea el pecho de manera que temo que Pablo lo oiga por teléfono. ¿Por qué motivo me late así?, ¿porque una vez que hablemos entenderé al fin que ya es hora de dar carpetazo a esa parte de mi vida, a ese odio que tan viva me hace sentir aún?, ¿o porque ese tono de voz, esas palabras y su dueño me darán esperanza de resurgir con él de nuevo? Cualquiera de las dos respuestas condicionará el resto de esa vida que me queda. 

     —No creo que pueda hacerlo —digo sin encontrar el valor para seguir hablando. 

     —Cati, por favor, piénsalo bien. Yo estoy dispuesto a esperar, y si quieres el miércoles podemos vernos. 

     —Verte ya me parece demasiado, Pablo. Una charla, después de tanto tiempo, puede estar bien, yo he sido quien la he provocado con el mensaje del sábado, pero entiende que un encuentro ya es más complicado para mí. 

     —Nunca fuimos de palabras —dice en lo que puedo sentir que recuerda con agrado—. Siempre fuimos más de acción, más de piel, de vista u olfato. 

      —Quizás ese fue el problema, que faltaron  las conversaciones entre nosotros y nos sobró el sexo.    

     Acabo de meter la otra pata, ¿para qué le recuerdo lo buenos que éramos en eso?

     —El miércoles, Cati, en nuestro lugar de siempre, a las diez de la noche, ¿qué me dices?

      —Pablo, no me has oído que… 

      —No, no quiero oír un no, Cati, te veo el miércoles. 

      Y me cuelga porque sabe que soy de iniciativa fácil y que por nada del mundo me rajaré a la hora de acudir a su cita. A parte de que parece que sigue sin aceptar negativas a sus caprichos. 

     Espera un momento, ¿Pablo se ha encaprichado con una cita para vernos? Y una mierda. Será la primera vez que rechace un reto, pero esta que está aquí no piensa ir a ningún sitio el miércoles a las diez de la noche. ¿Qué se ha creído?, ¿que porque ahora su cara bonita esté de actualidad, sea un reputado doctor, galardonado y reconocido, y su descubrimiento pueda salvar millones de vidas yo voy a caer mansita a sus pies? Va listo conmigo, seré de iniciativa fácil, pero también soy de recuerdo pasado muy presente, y el nuestro duele todavía sin permitirme avanzar a mi futuro. 

     Solo me queda ya buscar un plan alternativo que me impida pensar en ir. 

     —Eso, Catita —me recrimina Leo en mi subconsciente—. Tú escóndete otros diez años más, de cobarde,  como diría el sabio de Lucas. 

     Y no hago más que aumentar la lista de la compra: una alfombrilla para el baño, un casco de moto y precinto de embalaje para taparle la boca a Lucas, a ver si así callo la verdad de mi conciencia, que el trepa de mi compañero parece conocer tan bien. 

 

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No me toques las palmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora