Fiebre princesil (1998 palabras)

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—Deja de soñar con ser una princesa, eres lo que eres. Así que vuelve a la realidad —como siempre, la posadera me respondió tan amable.

Llevo lavando, fregando y aguantando a cerdos babosos. Dejo finalmente de martirizarme psicológicamente y le asentí.

Me llamo Azura, soy una simple camarera de día y en la noche trabajo como chica de compañía. La chica que veo tirar todos mis cosméticos, mis vestidos más preciados y las pelucas que conseguí robar de un vendedor, las cuales, aseguraba que era importada de Francia. Pero eso ya no importa, ya que la «madame» que es como desea que la llamemos, está enfadada. Y como siempre lo paga conmigo.

—Tú, alcornoque —me chasquea los dedos la madame para ver si reacciono—. Te estoy diciendo que esto lo hago por tu bien, trae más clientes y sé muy sumisa. Puede que si lo hagas, te devuelva todo lo que robaste.

«Puede que todo lo que tengo sea robado, pero tu has hecho lo mismo». Dejé de pensar y me resigné de nuevo. Sabía que una vez que esa señora cogía lo que era mío no lo volvía a ver o me lo devolvía con el tiempo; inservible.

Me acerqué a la ventana de mi habitación y observé que ya era la puesta del sol. «Antes de bajar a venderme, necesito hacer algo». Abrí el armario, en el que no quedaba nada después del saqueo, excepto una caja guardada dentro de él. Accioné el botón que estaba escondido y en el medio se abrió, un pequeño cajón donde estaba mi querida caja de música. La abrí y observé el lindo castillo en miniatura que estaba en la caja de música;

El castillo comenzó a moverse cuando giré la manivela descolorida de tanto uso en estos años. Mientras sonaba la música, recordé los pocos momentos felices que tenía de mi niñez, en especial me vino uno de cuando tenía cinco años. Llevaba un vestido de manga corta, hecho de seda y de color blanco; en medio de él se encontraba un cinturón de color marrón. Yo me encontraba mirando con mis ojitos azules un libro concentrada. Iba caminando por el jardín mientras leía aquel libro que se llamaba «El Principito». Choqué con una mujer de piel nívea y brillante, tenía el pelo rubio, recogido en un moño alto y además tenía unos hermosos ojos verdosos. Esa mujer me sonrió ampliamente; llevaba un vestido azulado de corte sirena y en el cuello llevaba un collar de amatistas. Además iba maquillada tan deslumbrante que parecía que iba a un evento exclusivo.

—Azura —me llamó dulce la mujer.

Yo seguí ensimismada moviendo la manivela. La mujer me volvió a llamar y así hasta que lo hizo en una tercera ocasión con una voz más grave y con más hastío. Volví a la realidad.

—Azura —miré hacia donde estaba la voz y era el asqueroso monje quien me llamaba.

Sin ningún reparo la miré con asco mientras inspeccionaba sus intenciones, no veía ningún látigo; tampoco cadenas. Parece que esta vez no me castigará como siempre pasa cuando la madame se enfadaba conmigo. No puede ser, me estaba mirando de nuevo de esa manera ¿acaso no sabía que esa mirada "discreta" me daba arcadas? Y no es porque fuera calvo, que también añade.

—Q-Que desea —intenté decir lo más calmada que me fue posible.
—Ven esta noche a mi habitación, deseo que aprendas algo —lo vi como se iba dando la vuelta para irse.
—No —susurré.
—¿Disculpa? —giró su cabeza de tal manera que pensé que se había dislocado el cuello, pero no tuve tanta suerte.
—Nada, mi señor. Espéreme que me arreglaré para usted y prepararé las bebidas usted quédese en su aposento —esta respuesta pareció complacerlo más, pero a mí me dio ganas de vomitar y llorar por lo bajo que seguía cayendo.

Todavía recuerdo que hace trece años aproximadamente vine a esta posada, cuando tenía cinco años. Estaba viajando con mis padres. Pero por alguna razón mi madre desapareció por la noche, dejándome como único recuerdo esta caja de música. Mi padre corrió peor suerte, ya que esa misma noche fue asaltado por forajidos y al día siguiente me enteré que murió, además le robaron todo lo que tenía. Sola y desolada no supe qué hacer y por si no fuese suficiente no podía pagar la factura, ya que la posadera, a la que ahora se autodenomina madame, decía que este "cachivache musical" no tenía valor.

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