V. Huesos inconexos

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El palacio ahora deshabitado. Ya corroído por el viento, por la lluvia y por el tiempo. Al otro lado de las paredes plomizas que alguna vez tuvieron personas, ahora ya sólo prevalecía su recuerdo muerto; cubierto de una enorme mancha de polvo.

Hice que mi yegua diera unos cuantos pasos al frente, lo suficiente como para impregnar mis fosas nasales con el indiscutible olor a melancolía. Ni los vendavales más flojos se atenían al valle del palacio, todo ahora estaba yermo.
Quise desprenderme de la armadura metálica que me oprimía el cuerpo; pero no lo conseguí. Quizás era lo único que me mantenía aferrado a mi afligido lar.

Algo en el paisaje estaba apagado, luego de tantos años ya no se respiraba el mismo aire, el suave tallado del césped, ni sentía calor hogareño alguno. Tan frívolo y tan deprimente cual abismo más allá incluso de la muerte.

Aún permanecía en pie el gran arco de piedra en medio del mural, aunque no con su misma esencia.

El presepio sin caballos;
ya sin heno abundante.
El pozo empedrado;
sin una gota de agua en
su mísero estanque.
Las ventanas del palacio;
ahora no tenían el mismo
brillo deslumbrante.
¿Por qué lo sentía todo
tan muerto y distante?

En todos mis años de servidumbre a los nobles mi corazón había quedado de su lado, mi propia alma me había traicionado. Y ahora al ver tal paisaje desolado, el apocamiento en mí crecía a rasgos muy internos.

¿Habría sido obra de alguna peste?, ¿o quizás alguna guerra? Mi dulce familia, mi dulce palacio. ¿Por que os habéis apartado de mí en tan efímera ocasión?

Puse ambos pies en el trozo de empedrado seco y mohoso, obra propia de la curiosidad por cómo se sentía al tacto. Vacío. Justo cómo había de esperarlo. Trastabillé por unas cuantas horas en medio del yermo paisaje, más no acudió a mí la necesidad de librarme del armamento metálico.
Cuando lo hizo, finalmente, y se asomó mi mano esquelética a través del mundano guante, supe con firmeza que mi alma estaba muerta en lugar del propio paisaje.

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