El hospital

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Caminando con paso firme durante doce minutos, llego finalmente al hospital abandonado. El lugar es tenebroso. Todo está cubierto por hojas que no dejan ver el suelo sobre el que estoy pisando. El silencio es abrumador y algo desconcertante. Son varios edificios los que forman el complejo hospitalario. Voy a entrar al principal. Para eso, primero tengo que buscarlo y encontrarlo. No tengo que caminar mucho hasta percatarme del gran edificio que se encuentra oculto tras grandes árboles medio pelados.

Ahí está. Paredes agrietadas que conservan el blanco color y esconden habitaciones que son perfectas para películas de terror. Comienzo a rodear el edificio en busca de la entrada principal. Cristales rotos, ventanas caídas que permiten la visión del oscuro interior, muebles tirados en el exterior. Los crujidos de los cristales pisados advierten del peligro que se esconde al entrar en el edificio. Lleva años de pie, aguantando, pero eso no significa que vaya a seguir en esa situación durante mucho tiempo. Con la mitad del edificio rodeado, encuentro la entrada principal.

Decorada con grandes ventanales que conservan su integridad física, pero con colores grises de suciedad y humedad. Las puertas, medio abiertas y algunas apuntaladas por los muebles tirados. Es curioso el hecho de que no existan grafitis en este lugar. La cobardía o el respeto ha sido lo que la conciencia les dice para no entrar, y ni si quiera acercarse. Es el miedo a la guadaña invisible de la radiactividad. Nada más entrar por la puerta, a la izquierda, se encuentran los asientos para esperar pacientes el turno. A la derecha se encuentra lo que en su tiempo sería la recepción. Un largo escritorio lo confirma. Papeles y sillas. Bombillas fluorescentes y carcasas de las lámparas del techo en el suelo. Una maceta con una planta de solo tronco que llega hasta el techo. Radiadores en las paredes, antiguos y oxidados. Bandejas y hierros. Cubos y mucho, mucho polvo. Todo eso se encuentra en el suelo, inerte y abandonado. Las paredes, con la pintura saltada, dejan a la vista las humedades negras y mohosas. El ambiente, tenebroso como si de una película de Tim Burton se tratase. En el medio de la pared, separando los dos lados, se abre un pasillo que comienza con cuatro escalones bajitos. Lleva a las profundidades del hospital, esos lugares a donde me dirijo. Enciendo la linterna que llevo enganchada al pecho, a la altura del hombro izquierdo. Así podré ver por dónde voy sin tener las manos ocupadas. La luz es potente e ilumina a la altura correcta. Camino por pasillos oscuros divisando luces que atraviesan los marcos de las puertas abiertas. Los pasillos son largos y peligrosos por los objetos que están tirados por los suelos. Al girar una esquina al final del pasillo, me encuentro en primer plano una silla de pie con un peluche en perfecto estado sentado sobre él. Debo admitir que eso me ha dado miedo.

Dejando de lado al oso de peluche, sigo adentrándome en el edificio, mirando en todas las esquinas y puertas el interior de cada una de las habitaciones. Salas de espera, salas de ginecología, salas de curaciones, cuartos de baño, dormitorios... Todo eso suspendido en el tiempo. Tal y como lo dejaron los trabajadores del lugar, pero con el peso del paso de los años encima. Todas las habitaciones siguen el mismo patrón. La pintura de las paredes levantada, las puertas abiertas, baldosas caídas, hierros oxidados y caos. Caos en la distribución de los muebles y frascos de cristal. Frascos que por cierto siguen llenos y cerrados. Lo que antes era medicina, ahora es un líquido amarillo contaminado o caducado. Llego a una habitación muy interesante, el quirófano. Una habitación blanca, con la lámpara aun colgando del techo, la camilla sin colchón, los utensilios quirúrgicos sobre las bandejas. No me atrevo a tocar nada. No quiero poner en riesgo la salud de los que convivimos en el mismo edificio. No quiero perder más tiempo aquí dentro, aún me queda mucho camino.

Chernobyl. Un viaje en el tiempo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora