CAPÍTULO 4. LA PIEL DEL CORDERO

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Abrió los ojos y al segundo se incorporó, levantándose del suelo con la elasticidad de un felino y produciendo apenas un rumor de tejidos que se rozaban. Se quedó de pie, atento a cualquier indicio de movimiento o sonido fuera de lugar. Advirtió de inmediato la ausencia de los cuerpos de sus rehenes y, por un instante, temió que aquellos seres que se disputaban el sacrificio hubieran partido con ellos sin realizar trato alguno con él.

"No, es del todo imposible", se recordó a sí mismo. Esa lección se la había aprendido bien:

"Las reglas no pueden ser rotas ni obviadas por ninguno de los negociadores, así son las leyes que rigen el mundo oculto. Hasta el Infierno necesita de certezas"

"Certezas"... pensó con sarcasmo." ¿Poseo alguna ahora mismo?"

Algo llamó su atención, un retazo de tela blanca depositado cerca de sus pies. Se inclinó a examinarlo, ahogando una maldición cuando lo sostuvo en sus manos.

"Mi venda", se dijo llevándose las manos al rostro, de forma automática.

No había advertido que ya no la llevaba puesta al despertar. Se había dejado llevar por los nervios debido a la inesperada situación, y no estaba prestando la debida atención al entorno, centrándose solo en lo más evidente. Se esforzó en controlar mejor su respiración mientras continuaba agachado, recorriendo en círculos los alrededores con la mirada. Se imaginó a sí mismo yaciendo inconsciente en el suelo del interior del círculo de invocación y llegó a la conclusión de que no se había caído sola.

"Demasiado separada de donde se encontraba mi cabeza, alguien ha debido de retirarla y dejado caer después".

Cerca de donde tenía apoyada su mano izquierda, el suelo le devolvía el brillo de la luz de las velas en forma de diminutos reflejos de humedad. Pasó los dedos por encima y lo olió, limpiándose la mano después en el pantalón.

"Orina"

Ni el demonio ni el otro ser deberían haber sido capaces de atravesar el círculo y caminar hacia donde se encontraba Piedra, así que eso solo dejaba como candidatos a sus desaparecidas víctimas. Una de ellas debía de haberse liberado y reunido la suficiente entereza como para acercarse a él y contemplar su rostro. Se alzó y caminó hacia donde había depositado al que iba a ser el primero de sus sacrificios humanos, moviendo un poco la lona con el pie para examinarla. Además de a agua y cloro, apestaba a orines. Aquel tipo pequeño e histérico que no cesaba de gimotear parecía ser el único que se había liberado por sí mismo. De alguna manera había conseguido rajar la resistente tela desde el interior.

"Debí registrarlo mejor, buscar algún arma o cuchillo" ...

EL CUCHILLO.

No estaba, el arma que tenía dispuesta para el ritual de sacrificio, había desaparecido. La caja metálica que contenía las cenizas de su pequeño, sin embargo, permanecía aún en el mismo lugar. La recogió con suma delicadeza, casi como lo harías con un bebé dormido y se interrumpió a medio camino de guardarla en la mochila roja. Algo iba mal. Demasiado liviana. La volvió a dejar en el suelo, con las manos ligeramente temblorosas. Y la abrió.

Permaneció un largo minuto contemplando el interior, sudando frio y con la mandíbula tan apretada que el color huyó de su rostro. Después, la cerró con lentitud y, ahora sí, la guardó en la bolsa.

Reparó en ese momento en el escozor que sentía en el cuello y, al pasar la mano, la retiró manchada de sangre. Tenía un corte poco profundo próximo a la yugular.

"Un aviso. Sabe quién soy y ha querido dejar claro que sigo vivo porque él lo ha querido así", razonó, poniendo coto a su ira a duras penas.

-Pero yo también te conozco a ti -dijo en voz baja, poniéndose en pie, con la mochila en la mano -. Y vas a tener tiempo de arrepentirte por no haberme matado cuando podías.

EL DIABLO Y LA PIEDRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora