Finn Swanger ha vivido años en un estado de conformismo, donde su familia y único amigo han sido su centro de consuelo del cual no desea salir.
Tiene una fatal suerte en el amor y tras cumplir veinticuatro años sin poder salir con nadie, acaba rindi...
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—¡¿Es que acaso hay algo que esté mal conmigo?! —pregunté, lamentándome en voz alta (quizá en demasiada) y sin importarme si acaso los vecinos podían llegar a escuchar mis quejas.
—No digas eso, Finn —respondió mi hermana, pinchando mi mejilla con su dedo índice. Ambos estábamos sentados en su cama, siendo que después de la cita, había decidido ir directo a casa de mis padres, en donde Odette seguía viviendo—. Recuerda un muy sabio dicho: Uno es casualidad, dos es coincidencia y tres un patrón —Lucía muy feliz de citar esa frase—, así que, mientras que la tercera chica no huya o te rechace por completo, podemos asumir que el problema son ellas y no tú.
Entrecerré los ojos, mirando el techo encima de mi cabeza y abrazando el oso de peluche de Odette con fervor.
—Primero —contesté—, eso no es un viejo dicho; es una frase de Teen Wolf, segundo... ¡Ya no quiero esto! Prefiero morir solo a continuar humillandome.
—Deja de lloriquear —espetó West, sentado en la silla giratoria de mi hermana, con las piernas cruzadas e impulsandose con sus manos para dar unas cuantas vueltas... Parecía un niño de cinco años que recién descubría el poder de este tipo de sillas—, fue tu culpa quedarte todavía una hora extra después de que la chica huyera.
—Quería confirmar que no se hubiera perdido o algo —mascullé, avergonzado.
—Finn, Finn, ¿qué te diremos? —cuestionó mi padre, apoyado sobre el marco de la puerta y simulando una postura que, a su aparente parecer, resultaba enigmática, llevaba un sombrero de copa (a saber por qué) y su dedo índice y pulgar sujetos a su borde, su barbilla estaba inclinada hacia abajo, sus labios curvados en una sonrisa y su pie izquierdo apoyado sobre la pared—, creo que te hace falta tomar la iniciativa en esto de las citas.
—¿Iniciativa? ¿Él? Lo veo imposible —se burló West—, lo suyo es esperar a que la otra persona hable, sin importar si pasa media hora en un incómodo silencio.
—¡Que eso haya sucedido cuando nos conocimos no significa que no sepa tomar la iniciativa! —grité, cruzándome de brazos y arrugando el entrecejo—, claro que puedo hacerlo...
—Entonces inténtalo con tu próxima cita —sugirió mi madre, apareciendo abruptamente bajo el umbral del cuarto, con la cabeza inclinada hacia la derecha y sus manos entrelazadas, sobresaltandonos a todos en el proceso—, lo que te dijimos acerca de la confianza no era mentira, no es sencillo, cariño, pero a veces uno necesita tomar las riendas de la conversación para que la otra persona también se pueda sentir en confianza.
—¡Exactamente! Eso fue lo que yo hice con nosotros y mira lo bien que salió —añadió mi padre, orgulloso.
Mi madre le sonrió.
—Por supuesto que eso hiciste, cielo —respondió amablemente.
Mi padre no pareció detectar el impostado tono mansedumbre en sus palabras.