Capítulo 22. El pitido

2.5K 156 3
                                    

Aquel era el primer abrazo que mi hermano me daba desde hacía meses. Desde Navidades. El ser cariñoso era una de las cosas que no habían sobrevivido a su adolescencia, y costaba hasta sacarle un beso en la mejilla. Aunque no fue un abrazo largo, más bien al contrario, me hizo sentirme un poco mejor.

Volví a mirar a mi esposo, tendido en la cama bajo la sábana blanca como la nieve recién caída, y a coger su mano inmóvil. Le habían cubierto gran parte de la cabeza con vendas, que también dominaban el resto del cuerpo, y uno de sus brazos, además, estaba escayolado. No obstante, lo que más impresión me había causado era el tubo que tenía metido en la boca.

Me disculpé con él por la rabia que había sentido nada más comprobar que seguía con vida. Incluso le había insultado, cuando a quien más odiaba en realidad era a mí misma. Me sentía tan culpable que casi no podía respirar. Y el constante pitido de la máquina junto a la cama no hacía sino recordármelo, y recordarme que Samuel aún respiraba pero que no podía oírme.

No obstante, como me dijo Alejandro después de que el médico nos comunicase que había que esperar a ver si mi esposo despertaba del coma, podía ser peor todavía. El culpable de aquello yacía también, pero sobre una mesa de metal y con heridas que habían resultado mortales. Samuel y él, en su forcejeo en el aparcamiento del bufete, se habían precipitado al piso inferior.

No pensaba separarme de mi esposo más tiempo del que se precisa para utilizar un inodoro, así que llamé al trabajo para solicitar un par de días libres y a Víctor para pedirle que cuidase de Clara. La falta de objeciones y que me ofrecieran el tiempo que precisara debieron aliviarme, sin embargo, dos días ya me parecían una eternidad. Lo eran si Samuel no reaccionaba.

Esa primera noche, Alejandro se quedó conmigo. Después de cenar, puse en la televisión la primera de las películas de una de nuestras sagas preferidas, aunque miré más a Samuel que a la pantalla, y luego le leí un poco de su libro favorito. Aunque no me entendiera ni una palabra, aunque no me escuchase en absoluto, aunque no sirviese de nada, algo tenía que hacer. Lo necesitaba.

Cuando mi hermano concilió el sueño en el sofá, empecé a hablarle sobre nosotros. Le conté toda nuestra vida en común, confesándole cada pensamiento que él me había provocado sin importar que ya los conociera todos. Y le aseguré que jamás se volverían a dar semejantes circunstancias, que, si volvía conmigo, me comprometería con él al mismo nivel que él estaba comprometido conmigo.

―Y te castigaré, por supuesto.

La idea de que quizás no pudiera hacer nada era una amenaza constante, que aprovechó la ausencia de Alejandro para apoderarse por fin de mí. Mis emociones se desbordaron y no pude contener más mi llanto, y para no despertar a mi hermano, me escondí en el cuarto de baño. Seguía sin ser religiosa, pero recé una vez más para que todo acabase como debía. Para que llegase un día en el que pudiese comentar aquello con mi hombre como si de una anécdota más se tratase.

Cuando logré tranquilizarme, me prometí a mí misma que me aferraría a la esperanza de que Samuel se iba a recuperar. Como el médico había dicho, muchas personas lo conseguían y él no sería menos. Y fueran cuales fuesen sus secuelas, yo le cuidaría. No importaba cuánto me aterrase siquiera pensar en ellas. De mi actitud dependía cómo enfrentasen la situación tanto Alejandro como Clara.

Me desvelé de golpe y sintiéndome avergonzada por haberme dormido. Sin embargo, nada había cambiado y tampoco había venido aún el médico a revisarle. Cuando este apareció, nada tenía nuevo que aportar. Despedí a Alejandro para que se fuese a la universidad y llamé a Víctor para interesarme por Clara, antes de regresar junto a mi esposo para seguir leyéndole el libro, hablándole y llenándole de caricias.

Alejandro regresó para almorzar y me riñó por no haber probado bocado todavía. También me obligó a dormir en el sofá esa noche, porque yo no quería abandonar el sillón por mucho que me pesaran los párpados. Así, en cuanto me di una ducha, pude retomar mi vigilancia con las energías recargadas, y pude sonreír para Clara cuando Víctor vino a visitarnos al día siguiente.

Los días pasaron algo más rápido de lo que me había imaginado, pero eso no era precisamente bueno. Nos íbamos acercando a las dos semanas de coma y empezaba a ser preocupante que Samuel no se despertase. Me centré en pensar en que aún había margen y en no permitir un solo momento de silencio. La mínima posibilidad de que mi esposo me oyera me exhortaba a mantener el ruido como una forma de hacerle sentir acompañado.

Llevaba trece días en aquella cama, aún sin reaccionar, cuando las dudas me vencieron de nuevo. Lloré desconsoladamente en el cuarto de baño, atrayendo a mi hermano y un abrazo que no podía agradecerle más. No solo era por mi esposo, por su futuro y por el mío con él, sino también por Clara, mi trabajo y nuestra casa. Muchas cosas a las que nadie estaba prestando la atención que merecían, y yo no sabía cuánto tiempo podría seguir siendo así.

Pero otra vez me recompuse y otra vez me prometí ser fuerte, y volví junto a Samuel. Cogiendo el libro estaba cuando el pitido empezó a sonar con una mayor frecuencia. Alejandro enseguida le dio a avisar a un enfermero y luego salió corriendo a hacerlo en persona, mientras yo debía ver, impotente, cómo mi esposo parecía que se iba a ahogar. Entonces, cuando le retiraron el tubo de la boca, pude apreciar el color miel de sus ojos.

Contuve mi propio corazón poniendo mis manos sobre mi pecho, porque de verdad que lo sentía a punto de escapar, y en cuanto la sorpresa me lo permitió, quise abalanzarme sobre él para abrazarle y besarle. El enfermero, sin embargo, me advirtió de que era mejor dejarle su espacio, ya que en esos momentos debía estar confundido y desorientado, y lo mismo dijo el médico cuando apareció muy poco después.

El médico le explicó a mi esposo dónde se encontraba y cómo había llegado hasta allí, al tiempo que él observaba la escayola de su brazo, la vía y el anillo de su mano y las vendas de su torso. Lo primero que hizo fue murmurar que le dolía la cabeza, y eso, escuchar su voz, me provocó un sollozo, que atrajo su atención hasta mí. La expresión que adoptó se me clavó como un cuchillo, más profundo aún cuando miró a mi hermano de igual modo.

Advertida como estaba de que aquello era probable y rezando para que tuviese remedio, me senté en el sillón, respiré hondo y le revelé a Samuel que Alejandro era su hijo y que yo era su esposa. Sin embargo, cuando él se limitó a disculparse por no acordarse de ninguno de los dos, no pude evitar ponerme en pie para ir unos segundos al cuarto de baño. Al regresar a la habitación, esperé a que el médico terminase de revisar a su paciente antes de acercarme de nuevo a la cama.

―Te vas a poner bien ―le prometí a Samuel. Quise cogerle de la mano, pero sabía que el contacto físico seguramente le asustaría―. Todo saldrá bien.

Por fortuna, el médico no había hallado más perjuicios y opinaba que la pérdida de memoria no se prolongaría más allá de unos días.

―Eres preciosa. ¿Seguro que estamos casados?

Se me escapó una pequeña risa que, unida a lo dicho por el médico, aligeró el peso que pretendía asfixiarme. Y otro poco lo hizo el darme cuenta de que él no había bromeado.

―Seguro ―contesté―. Desde hace casi siete años.

―Debo ser un muy buen tipo, entonces.

―Sí. Y un padre genial.

Miró a Alejandro. Este se colocó a mi lado y le confirmó mi afirmación.

―¿Cómo puedes ser su hijo? ―preguntó Samuel, haciéndonos sonreír a ambos.

―No lo soy ―respondió Alejandro―. Ella es mi hermana. Tú nos acogiste a los dos cuando nuestros padres fallecieron por un accidente.

Pareció comprender la situación que había tenido lugar y la cara que puso me recordó al principio de nuestra relación.

―Tranquilo ―dije―, era mayor de edad y fui yo la que te seduje a ti.

Seguía sin parecerle bien, pero se centró en hablar sobre Alejandro. No fue hasta al día siguiente, cuando este se marchó a clase, que me interrogó sobre nuestro romance, y no le gustó demasiado lo que escuchó. Lo que para mí había sido como un sueño hecho realidad, él lo veía como un abuso.

Papa LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora