07/Marzo/20
Siempre le había gustado oler los libros, olfatearlos, sobre todo cuando los compraba de segunda mano. Los libros nuevos también tenían olores diferentes según el papel y la cola utilizados, pero nada decían de las manos que los habían sujetado, de las casas que los habían albergado, aún no tenían historia, una muy diferente de la que narraban, una historia paralela, difusa y secreta. Algunos olían a moho, otros conservaban entre sus páginas un rastro tenaz de curry, de té o de pétalos secos; manchas de mantequilla ensuciaban a veces la página en la que se había interrumpido la lectura; una hierba larga, que había hecho funciones de punto de lectura una tarde de verano, caía pulverizada; frases subrayadas o notas al margen formaban, de forma velada, una especie de diario íntimo, un esbozo de biografía, a veces el testimonio de una indignación o de una ruptura.
~La chica que leía en el metro
