— Wolfgang Amadeus Mozart, para servirle, mi querido Antonio — dijo besando el dorso de su mano sin apartar sus ojos azulados de los castaños oscuros del italiano.
Antonio sintió como su rostro empezaba a calentarse y la sonrisa encantadora de Wolfgang solo agravaba la situación.
— Así que os conocéis, ¿eh? — comentó Alexander mientras apoyaba el mentón en su mano y los miraba con una expresión burlona, pero lo ignoraron un poco.
— Es bueno volver a verte, Mozart — aseguró Antonio intentando mantener su compostura mientras se deshacía suavemente del agarre del otro.
La sonrisa de Wolfgang vaciló por unos segundos, pero el brillo en sus ojos se mantenía vivo, siempre lo hacía.
— Así que hemos vuelto a la etapa de nuestros apellidos, ¿eh, Salieri? — le preguntó a modo de broma.
— ¿Salieri? — interrogó Vègobre confundido, pero, al igual que Hamilton, fue completamente ignorado.
— Bueno, pues perdón por sorprenderme de verte vivito y coleando cuando la última vez que te vi estabas en un ataúd — dijo Antonio haciendo una mueca y empezando a desinquietarse.
— ¡Oigan, parejita, que aquí no todos estamos enterados de la movida! — les llamó la atención John, mientras se sentaba en la silla que tenía enfrente, reventando así la burbuja de ambos.
— Fue un placer conocerlos, pero yo tengo que irme un momento, con permiso — se disculpó Antonio antes de darse la vuelta y salir prácticamente huyendo de allí.
Wolfgang suspiró pesadamente y se sentó en la silla vacía más cercana, tratando de ignorar las miradas inquisitivas de sus amigos.
— Y yo creía que tú eras el raro, ¿eh? — bromeó Alexander dándole un codazo amistoso a Mozart.
— Me sorprende que no me haya partido la cara — murmuró el joven de Salzburgo.
— Coño, deja el secretismo y cuéntanos el chisme ya — pidió John desesperado.
Realmente odia que le empiecen a contar algo y luego se queden callados, él necesita saciar su curiosidad.
— Buscad en Wikipedia, no os será muy difícil — le dijo Wolfgang sin muchas ganas de hablar.
— ¡Pero tío! — se quejó Alexander.
— Ya chicos, dejadlo en paz, si Wolfgang no quiere contarlo ahora ya nos lo dirá, pero no lo agobiéis — les regañó Pierre mientras abrazaba al nombrado por los hombros.
Mozart, algo desanimado se apoyó en el de cabello cobrizo y volvió a suspirar.
— ¿¡Te envenenó!? — preguntó John de repente sin dejar de mirar su teléfono móvil.
— ¡John! — le reprendió Vègobre.
— ¿¡Qué!? Me dijo que mirara en Wikipedia — se defendió.
— Claro que no, imbécil, me morí por pendejo na más — le corrigió Mozart —. Pero él se llevó el marrón porque antes era un racista de mierda con los italianos y como él tenía mejor trabajo que yo pues podías compararme con una lechuga de lo verde de la envidia que a veces sentía — explicó.
— Bonita comparación — dijo Alexander —. Me has dado hambre y todo — añadió así de la nada.
— ¿Entonces porque ese artículo? — preguntó Vègobre, contagiado por la curiosidad del rubio más alto.
— Ni idea, yo me morí... — contestó Wolfgang con aire sombrío.
— ¿Wolfgang estás bien? — le preguntó Alexander, dejando de lado las bromas al ver como los ojos de Mozart empezaban a cristalizarse.