CAPÍTULO 1

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Choi Mino estaba en el baile de caridad desde hacía sólo media hora, pero estaba más que listo para irse.

Los eventos como éste eran irritablemente predecibles. Champagne insípido, comida inidentificable, demasiado brillo recargado... y demasiadas mujeres y donceles compitiendo por su atención.

El príncipe MinHo de Karas estaba listo para decir adiós a todo esto, también. Claro que, Mino el multimillonario y MinHo el próximo rey de Karas, eran el mismo hombre.

Era un secreto celosamente guardado, sólo conocido por su padre el rey y el Consejo de Ministros. Durante los últimos seis meses, MinHo había estado viviendo en New York, disfrutando de su libertad, pero en dos semanas a partir de ahora iba a volver a casa y asumir las responsabilidades del trono de Karas.

Su patria era un reino en una isla del Mar Mediterráneo. Rica gracias a sus minas de oro, pero más pequeña que sus vecinos, los "alguna vez unidos" pero "ahora separados" reinos de Aristo y Calista. El padre de MinHo y el Consejo temía que, sin una nueva dirección y un nuevo liderazgo, Karas fuera absorbida por uno de los dos reinos y habían decidido que era hora de que MinHo proveyera ese liderazgo.

MinHo sabía la importancia del deber y había estado de acuerdo, pero con una condición: medio año de anonimato lejos de Karas.

—Un rey no puede pensar en sus propias necesidades —le dijo su padre cuando Minho le dijo que se tomaría este tiempo para estar solo.

—Todavía no soy rey, padre — MinHo le había respondido con tranquila determinación—. Sigo siendo un príncipe, tengo la libertad de tomar mis propias decisiones, y simplemente estoy informando, a ti y al Consejo, de mis planes.

El rostro severo del rey se había suavizado.

—Tienes el espíritu que nuestro pueblo requiere, hijo mío —le había dicho—, pero debes ser el rey en el momento en que tu tía, la reina Kim BoAh de Aristo, celebre sus sesenta cumpleaños. Será un gran acontecimiento, visto por todo el mundo, y debes asistir como el nuevo rey de Karas.

Así, MinHo se convirtió en Mino, se mudó a un penthouse en Manhattan y asumió una existencia despreocupada, acorde a su buena apariencia y a su dinero. Nadie cuestionó su repentina apariencia. Había sido protegido de los medios de comunicación como un niño y se había mantenido cuidadosamente su privacidad como un hombre. Además, se trataba de New York, la ciudad en la que los cuentos de hadas modernos prosperaban.

Dos semanas más y MinHo llegaría a su destino. Y esta noche, se había dado cuenta de que estaba listo para que eso suceda. Tal vez había algo de verdad en el viejo dicho que decía que lo bueno no dura mucho.

MinHo levantó la copa, sintió el olor excesivamente dulce del champagne barato y cambió de opinión acerca de seguir bebiéndolo; subrepticiamente miró su reloj. La causa de esta noche, "Proteja a los pelícanos", o los pingüinos, o a alguna otra cosa, era buena, pero mayormente eventos como este no lo eran. Tenía el maldito deseo de agarrar el micrófono y preguntar si alguien aquí había simplemente pensado en quedarse en casa y sólo enviar un cheque. O, mejor aún, alistarse como voluntario. Él había ayudado a construir casas para los pobres en una provincia de la periferia de Karas hacía un par de años atrás, y había disfrutado de cada minuto de esfuerzo sudoroso.

Agarrar el micrófono no parecía una mala idea...

Demonios.

Un camarero iba de un lado a otro por ahí. Mino cambió su copa de champagne insípido por lo que resultó ser un martini de manzana. Estremeciéndose se deshizo de ella y decidió que ya era hora de partir. Realmente partir, tal vez adelantara su regreso a Karas unos días. Ya era tiempo.

Sí, habría cosas que echaría de menos. El anonimato. La soledad. El derecho a estar con una mujer o doncel sólo porque lo deseaba. Claro que nunca había ninguna garantía de eso, no cuando había mucho dinero. Las mujeres y donceles de New York habían estado todo el tiempo sobre él y habría sido aún peor si hubieran sabido que había un título. Nunca pensó que un hombre se cansaría de estar rodeado de mujeres y donceles dotados con una gran belleza y ansiosos por complacerlo, pero él lo estaba.

A partir de ahora, al menos, tratar de averiguar los motivos de una mujer o doncel no sería un problema.

El Consejo le encontraría una esposa, o tal vez un esposo.

Sería de sangre real o, al menos, de buena familia. Sería de su parte del mundo, karatiana o aristana pero no calistana. Karas mantenía una relación cortés con los jeques de Calista pero su cultura era muy diferente de la de Karas. Sería atractiva, él exigiría que mucho, pero aparte de eso, los matrimonios reales eran por deber. No por amor, no por pasión, no por calor o sexo o desafío...

Definitivamente era el momento de partir, de aquí y de New York, antes de que se metiera en problemas, aunque le parecía incorrecto poner fin a su libertad con una nota baja. Sin duda, habría algo que pudiera hacer como despedida...

—¿Ya ha comprado boletos para la rifa?

La voz era seria y práctica. Le recordó a las heladas institutrices y maestros de su infancia. Llevó la mano a su billetera, sin molestarse en mirar hacia arriba.

—¿Cuánto? —dijo, con tono de aburrido y brusco.

—Mil dólares cada uno.

—Bien. Deme cinco.

—¿Cinco? —La voz destilaba desdén—. ¿Con su fama de despilfarrar dinero, sólo cinco?

Eso lo hizo mirar hacia arriba y, sorpresa-sorpresa, el chico frente a él no se parecía en nada a una institutriz o instructor que hubiera conocido nunca. No con ese cuerpo largo y exuberante, con esos sexys rizos dorados cayendo, esa cara espectacular y esos ojos enormes de color café. Él lo miraba con algo cercano al desprecio.

 Él lo miraba con algo cercano al desprecio

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Era hermoso. Y a menos que le estuviera tomando el pelo con una excelente actuación, no parecía en absoluto impresionado por él.

Seducirlo en su cama podría ser la manera perfecta de decir adiós a sus seis meses de libertad.

El Amante del Príncipe (2Min)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora