Capítulo 1

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Capítulo 1

Pasado

A la edad de ocho años Gia Hall sabía que algo iba mal con su familia. Su padre se ausentaba muchos días, a veces semanas, debido a su trabajo, pues se dedicaba a comercializar arte y, si bien ella recordaba que antes siempre lo acompañaban, en los últimos tiempos su madre se negaba a hacerlo poniendo siempre de pretexto la escuela de Gia.

Algo iba mal con su familia, Gia lo sabía, pero tenía miedo de preguntar si era normal que su madre hiciera fiestas en ausencia de su padre y si acaso estaba bien que invitara a otros hombres a quedarse a dormir. En realidad, ella sabía la respuesta, pero jamás se hubiera atrevido a cuestionar a su madre, la admiraba y siempre le había parecido la mujer perfecta.

Leanne Hall era una mujer joven, tenía treinta y cuatro años, si bien no los aparentaba; además, parecía que nunca hubiese estado embarazada, pues su cuerpo conservaba la figura delgada y curvilínea de antes de que contrajera matrimonio.

Madre e hija se parecían mucho, ambas tenían la tez blanca y tersa, aunque Leanne era un poco más pálida y sus ojos no eran verdes como los de Gia, aun así, ambas compartían un cabello rojizo que Leanne siempre decía que enloquecía a los hombres, si bien Gia no entendía lo que eso significaba.

—Ser mujer puede ser una desventaja, Gia, pero si eres inteligente, también puede ser un arma —repetía su madre mientras se maquillaba frente al espejo—. Los hombres son fáciles de manejar, lo único que se necesita es ser hermosa... —hacía siempre una pausa dramática antes de continuar—. Ni se te ocurra enamorarte, Gia. Si te enamoras, habrás perdido la batalla.

Gia asentía vigorosamente, haciendo que sus rizos pelirrojos se agitaran con el movimiento de su cabeza. Eran esos momentos en los que Gia más amaba a su madre. Ella parecía mirarla con aprobación, acariciaba su mejilla, le daba un ligero beso para no despintarse los labios y después la enviaba a su habitación a dormir, sólo que Gia no dormía.

En la comodidad de su cama, Gia escuchaba el bullicio de las fiestas que organizaba su madre y, aunque intentaba dormir, simplemente no podía hacerlo.

Cuando la música y las voces por fin se acallaban, salía de la cama y pegaba el oído a su puerta, entonces escuchaba los tacones de su madre cruzar el pasillo seguida de unos pasos cuyo sonido no reconocía, luego volvía a la cama, pero únicamente para pensar con quién estaría su madre.

¡Todo era tan diferente cuando su padre estaba en casa! Por las noches dormía profundamente y en las mañanas era él quien le hacía el desayuno y la llevaba a la escuela, y si era fin de semana, la llevaba a jugar al parque o al cine a ver una película, para después salir a cenar junto con su madre.

«Ojalá papá estuviera aquí», pensó una noche, la última en la que sintió tener una familia y, durante muchos años, siguió sintiéndose culpable por lo ocurrido. Ella lo había provocado todo. Había deseado que su padre estuviera en casa y él había llegado de su viaje sin avisar. Ella había destruido a su familia.

Gia estaba acurrucada en su cama cuando escuchó abrirse la puerta de entrada, sólo que esta vez, en lugar de la ya conocida felicidad que la inundaba ante la llegada de su padre, sintió un pánico que hizo que sus manos temblaran.

Salió de la cama y con paso lento se dirigió al recibidor, que a esas horas únicamente estaba iluminado por una lámpara colocada en el centro de una mesa, que también estaba repleta de ceniceros y vasos sucios.

La figura de su padre se alzaba justo en el centro de la estancia. Frank Hall estaba ocupado quitándose su abrigo y fue hasta que se dio la vuelta cuando se percató de la presencia de su hija.

—¿Qué haces despierta tan tarde, bonita? —preguntó—. ¿Y tu madre?

Gia no respondió, sujetaba un oso de peluche al que apretaba fuertemente entre sus brazos. Su padre la miró y al percibir el olor a cigarrillo que impregnaba toda la casa, frunció el ceño.

—Espera aquí, Gia —le ordenó, y se dispuso a buscar a su madre.

Ella no pudo acatar la orden, siguió a su padre sin poder evitarlo. Instantes después, los gritos y el llanto de su madre inundaron sus oídos. Un hombre salió a trompicones de la habitación que, con las prisas, ni siquiera reparó en la niña que estaba recargada de la pared.

Gia se encogió y se deslizó hasta sentarse en el piso, estuvo allí mucho rato, escuchando como sus padres discutían. Allí la encontró Frank Hall cuando salió de la habitación y al verla la furia que lo inundaba pareció dimitir un poco.    

—Nos vamos, Gia —la levantó en brazos y Gia quiso taparse los oídos ante los insistentes gritos de su madre.

—¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar.

—Lejos —fue la única respuesta de su padre.

Leanne no tardó en darles alcance.

—¡Yo iba a ser actriz! —vociferaba—. ¡Si no te hubieras cruzado en mi camino mi vida sería otra! ¡No viviría enclaustrada y sola!

—Un comercial de pasta dental no te hace actriz, Leanne —su padre parecía impertérrito mientras guardaba la ropa de Gia en una maleta—. Yo te lo di todo. ¡Todo! —por un momento la voz de Frank Hall se quebró, pero se recompuso apenas miró los ojos de su hija—. Vámonos.

—¿Adónde crees que vas? ¡Tú no puedes vivir sin mí, Frank!

Descalza y en camisón Leanne siguió a Gia y a su padre por el pasillo.

—Frank, espera —su voz se había dulcificado cuando se dio cuenta que el final era inminente—. Sentémonos a hablar.

—¿Hablar? ¿De qué? ¿De hace cuánto tiempo llevas engañándome? ¡No quiero escucharte, Leanne! —los gritos de Frank Hall resonaron en toda la estancia—. ¡No me importa lo que tengas que decir! ¡No me importas ya!

Gia se estremeció cuando su madre se dejó caer de rodillas.

—Por favor, Frank, no te vayas —se quedó sobre el piso temblando, hipando debido al llanto, con el rímel y el maquillaje estropeado—. Gia —alcanzó a pronunciar y la pequeña que adoraba tanto a su madre corrió a abrazarla.

—Es hora de irnos, Gia —la voz de Frank era apremiante, pero Gia no se movió, no soltó a su madre, no podía ni quería dejarla sola—. No puedo quedarme— fue lo último que pronunció su padre antes de que desapareciera por la puerta.

La batalla legal por la custodia de Gia fue agotadora; sin embargo, la decisión final la tuvo la pequeña. Cuando el Juez preguntó con quién de sus padres quería vivir, ella únicamente pudo mirar los ojos llorosos de su madre y no se atrevió a mirar a su padre.

—Con mamá —fue su respuesta y en los años venideros fue duro darse cuenta de que en realidad su madre no la quería.

El «Ser mujer puede ser una desventaja, Gia. Nunca te enamores», fue reemplazado por «Nunca seas madre, Gia. El tener un hijo te arruina la vida». 

Si me atrevo a amarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora