Una Noche Inusual

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Mi nombre es William Wilson, antes responsable de una de las grandes fábricas de textiles en Europa. Casado con la polonesa Elzbieta y padre de dos pequeños llamados Martin y Morelia. Ellos vivieron toda su vida en Varsovia frente a enormes edificios coloridos que me recodaban a mi estadía en Alemania. Mis hijos conocían más mi caligrafía que el rostro de su padre, incluso cuando Albert se tomaba la molestia de redactar en mi nombre.

Los visitaba cada nochebuena con muchos regalos sobre mis manos. Abrí la puerta y ellos sonrieron al verme, como lo había sido siempre: sin ningún rencor, pues eran niños de corazones límpidos y bondadosos. Crecían rápido. Cada diciembre se parecían menos que a la pasada visita. Dejaron sus juguetes sobre el suelo y corrieron a abrazarme mientras el perro ladraba a un completo desconocido. La cena estaba preparada con antelación, justo aquella última noche esfumamos nuestras preocupaciones y comimos aquel exquisito pavo que había preparado mi mujer con tanto amor para mi llegada. Saboreé la sidra en la boca como si hubiera sido el vodka que bebo diario por las noches, y corté una rebanada de pavo para llevarla a la boca. Dije que me sentía honrado de tener una familia hermosa mientras besaba en la frente a mis dos adorables hijos. Les leí un pequeño cuento que los hizo saltar de la emoción.

Las manecillas habían dado las doce en punto cuando los niños abrieron sus regalos y procuramos que durmieran antes de un cuarto para las dos. Después de todo, ¿a quién le iba a importar despertarse tarde? Todo era silencio afuera y las calles frías expulsaban un vapor de las alcantarillas. Entramos a nuestra recámara, ausente de mi locura y mi loción que siempre había en mis sábanas. No había nada de mi pertenencia, salvo un pijama que había olvidado el pasado año. Extrañaba a mi esposa. La sensación de tocar su fina piel me excitó como la primera vez que toqué sus pechos. Hicimos el amor desatadamente hasta quedar profundamente dormidos el uno sobre el otro...

Desperté del sueño, un poco vertiginoso. Siempre traía el reloj en mi muñeca y casi nunca me lo quitaba. Eran las tres menos un cuarto. Nunca me había sentido tan bien después de mucho tiempo. Y Allí estaba Elzbieta semidesnuda, un poco flácida, vuelta su espalda hacia mi rostro. Su mano crujió como una hoja cuando toqué su gélido brazo. Creí que la había lastimado. El termómetro rondaba por debajo del grado cero. A ella le encantaba el clima de invierno, por lo que le gustaba dormir descubierta. Giré su espalda lentamente para acurrucarme entre sus brazos, antigua técnica que aplicaba con mi madre para que me cubriera con su calor. Pero esa mujer no era la Elzbieta con la que había despertado. Su semblante develaba el asombro que se había llevado segundos antes de su muerte, y sus ojos desorbitados, abiertos como la luna, estaban dirigidos hacia la puerta de madera que mantuvimos cerrada con seguro. Estaba aterrado y grité a los niños que no saliesen de sus habitaciones. No era capaz de imaginar que mi esposa había perecido. Quise darle los primeros auxilios. No sabía lo que hacía, pero me aterraba el hecho de tener a un cadáver sobre mis piernas. Golpeé su pecho con fuerza para así, de algún modo, poder regresarla a la vida. Su brazo se dejó caer sobre el suelo mientras sus pulmones parecían colapsar, y algo dentro de ella emitió un crujido sordo, espeluznante. De pronto su boca se abrió y emitió una palabra desde lo más profundo de sus entrañas "Will". Alabado sea al cielo, exclamé para mis adentros mientras mis penas se iban borrando de mi semblante. Por un momento había creído que Elzbieta estaba viva y me reí por el hecho de que una mujer tan frágil como Elz podía haber engañado a la misma muerte—¡qué menuda ocurrencia!—, hasta que de sus labios amoratados emanó una fuerte cantidad de amarillentos gusanos que se esparcieron en cuestión de segundos sobre todo su cuerpo, envueltos en sangre y babaza. Salí huyendo de la habitación hecho un remolino. ¿Qué podía haber hecho mi esposa para haber pagado semejante crimen? Abrí la puerta de Martin, Parecía estar dormido todavía, porque ¿de qué otro modo no escucharía mi mandato? Su habitación estaba oscura y fría como una madriguera. El niño no estaba en su cama ni en su habitación. No podía dejar que se acercara a su madre. Regresé a mi habitación, en el danzón de la oscuridad y la confusión. Mi mente arrojaba precipitadas imágenes remontándome a un lugar desolado, funesto y enfermizo, mientras que la veía a los ojos rogando vida, esperando salir de esa pronta pesadilla. Aclamé a cualquier ser divino conocido por los hombres y juré sacrificar, de ser necesaria, mi vida por la de mi querida Elzbieta. Pero no había nadie arriba que escuchara mi clamor. Postrado sobre su costado tomé su esquelética mano para besarla. Juré que no la iba a dejar sola. Pero lo que yo no comprendía era que ambas manos se semejaban. Era la maldita muerte que había consumido mi alma. Quise llorar, pero no había lágrima sobre mi rostro. Quise gritar, pero no había palabras sobre mi boca. Era sorprendente que lo único que pudiera escuchar era a mi mente hablar. Me paré frente al espejo. Disentía al no poder creer que aquel hombre era yo. Cualquier cosa horrenda que hice en el pasado me sería castigado por el peor de los castigos: la demencia. Era más que un saco de huesos. Si algo aún se amontonaba bajo las mantas de esa muerte, cualquier rastro de vida, de amor, me serían necesarios para comprobar. Poco a poco la piel se comenzaba a desnudar y los huesos de mi mano comenzaban a desprenderse de uno en uno, desmoronándose en el viento que entraba por la ventana. Dirigí unos pasos hacia Elzbieta, mientras me desmoronaba como la tierra. El último abrazo dado. El último beso, posado sobre ella para no volver a ser nada más que polvo. Para cuando ella volvió a la vida, yo ya no estaba. Ni lo estaré nunca más. 

Relatos de una nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora