Dorian

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Me llamo Dorian; mi apellido no es importante. Quizás deberías saber que tengo veintitrés años, que mi cabello es castaño y mis ojos cafés. Que no tengo nada de especial. También deberías saber que soy gay, pero a diferencia de la mayoría de mis “camaradas”, que empiezan a tener sexo a los catorce, yo nunca he tenido un novio, y nunca he hecho el amor. Es triste, ¿verdad? Casi patético. Pero quizás tú lo piensas porque ya has vivido mucho. Uno no puede añorar lo que nunca ha tenido. Yo nunca me he enamorado, y quizás por eso no me afecta, porque no tengo idea de lo que me estoy perdiendo. ¿De qué me estoy perdiendo? ¿Qué tan necesario es enamorarse?

Siempre he sido un chico solitario. Aún así, no soy de esos que se quejan todo el tiempo de su trágica vida. El caso es que siempre ha sido así, y he aprendido a vivir con ello. Mis padres murieron hace cinco años en un accidente automovilístico; me disculparás si no quiero entrar en detalles, pero el punto es que desde ese momento he vivido solo en la que solía ser nuestra casa, manteniéndome con el dinero de la herencia.

Hace unos meses acabé la universidad y comencé a trabajar en una agencia de publicidad. Pero escúchame, contándote mi vida como si no fueras un total desconocido. No lo sé, supongo que tengo que desahogarme. Así que iré directo al grano.

Hace un par de días, uno de los únicos amigos que hice en la universidad me invitó a tomar un café. Nos vimos en una pequeña cafetería al centro de la ciudad, con una preciosa terraza decorada con paredes de terracota y candelabros dorados. Subimos una pequeña escalera de caracol y nos sentamos en unas sillas blancas de madera, de las que no nos movimos hasta que el sol ya estaba por ponerse.

Mi amigo Tom, que también es gay, comenzó la plática atiborrándome de información sobre sus líos amorosos, y después procedió a invitarme a tres fiestas a las cuales yo no iría. Ambos los sabíamos, pero aún así, siempre me invitaba. Después de unos segundos de incómodo silencio, me preguntó qué tal me iba en el amor. Hice una analogía sorprendentemente graciosa entre mi vida amorosa y un desierto, pero no podía estar hablando más en serio.

Una vez que quedó claro que hablaba en serio, Tom empezó a contarme sobre una nueva “aplicación para ligar” que debía tener, porque la usaban hombres guapísimos y era súper fácil de usar, etcétera, etcétera, etcétera. Tengo que admitir que al principio me pareció una idea estúpida, además de peligrosa, pero Tom me arrebató el celular y descargó la aplicación en ese instante.

Entre los dos, más en broma que en serio, armamos un perfil extremadamente pretencioso que yo jamás habría podido hacer por mi cuenta. Luego de acabarnos nuestro tercer café, nos despedimos y cada quien se fue para su casa.

Casi me había olvidado por completo de la dichosa aplicación, llamada Growl, gruñido o algo así, hasta que llegué a mi casa y desbloqueé mi teléfono. Tenía tres mensajes nuevos, uno de los cuales incluía una foto “íntima” que realmente no necesitaba ver.

Después de borrar mi buzón de entrada, comencé a navegar por docenas de perfiles sin importancia, sin detenerme más de tres segundos en ninguno de ellos. Rostros anónimos, sonrisas falsas y lentes oscuros.

Y entonces me topé con Garrett.

Garrett (28), así decía el encabezado, y a un lado un pequeño círculo verde que indicaba que estaba en línea. Sus facciones, finas y alargadas, perfilaban a la perfección su bello rostro, desde su amplia nariz hasta sus pómulos ovalados. Ojos azules y cabello rubio, despeinado. Sus labios invitaban a dejarse seducir por ellos, con sus palabras y con sus besos. Me sorprendí a mí mismo al cerrar los ojos e imaginar su rostro acercándose al mío. Jamás había experimentado nada parecido, y fue aún más extraño cuando noté las líneas de sus pectorales asomándose por su camiseta de cuello en “v”, y sentí cómo mi entrepierna comenzaba a cosquillear.

Un impulso ajeno a mí se apoderó de mi mente y mis manos, que se dirigieron al pequeño ícono de una nube de texto que había al fondo de la pantalla y comenzaron a teclear. Reescribí el mismo mensaje unas tres veces, considerando todas las posibles reacciones y respuestas. Al final, borré todo lo que tenía y me limité a apagar mi celular. Quizás no debía aspirar tan alto.

Esa noche me acosté inmediatamente, pero tardé mucho más de lo que hubiera querido en quedarme dormido.

Al día siguiente me desperté muy tarde, como todos los domingos.

Mi casa es grande, solitaria y silenciosa; es casi imposible no perderse en su quietud. Las barrocas estatuas que mi madre compró siguen a ambos lados de la escalera, y los cuadros renacentistas que mi padre coleccionaba siguen colgados en las paredes, observándome a cada paso. El mármol y los azulejos reflejan la luz del sol, haciendo que, todos los días, la casa se llene de un blanco fulgor.

Ese mismo fulgor me sacó del sueño y me trajo de vuelta a la realidad. Perezosamente estiré un brazo y alcancé mi celular, que reposaba sobre el buró. Lo encendí y de inmediato noté un ícono extraño en la parte superior de la pantalla: una notificación de Growl que anunciaba un mensaje no leído.

Lo abrí y mi corazón dio un vuelco.

“Hola guapo ;)” – Garrett.

El león y la gacelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora