El viernes salí tarde de la oficina, y aunque Patrick insistía en esperar y llevarme a casa, logré convencerlo de que se fuera a la hora habitual. Había sido una semana larga, y yo deseaba simplemente estar solo y dormir largo y tendido, al menos un día.
El destino, sin embargo, tenía otros planes para mí.
La primera parte de sus crueles planes fue que lloviera durante todo el camino, y que justo antes de llegar a mi calle un taxi pasara y me empapara los pantalones hasta las rodillas.
Refunfuñando y con el ceño fruncido, alcé la vista sólo para ver que lo peor estaba por llegar: Garrett estaba de pie bajo el umbral de mi casa, refugiándose de la lluvia como un gato callejero. En las escalinatas seguían, inmutables, sus últimos tres ramos de flores que no me había dignado a recibir.
Suspiré y pensé en dar la vuelta y marcharme, pero no tenía a dónde ir y no quería mojarme aún más, así que apreté el paso y saqué mis llaves sin voltear a verlo.
―Buenas noches... ―murmuró Garrett, con una sonrisa torcida en su rostro mojado. Mi única respuesta fue un bufido, ahogado por el sonido de la lluvia―. ¿No te gustaron las flores? Pensé que...
―¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí? ―irrumpí, volteando a verlo bruscamente―. No tengo ya nada para ti.
―No te estoy pidiendo nada ―respondió él, imperturbable―. Sólo que me dejes pasar y hablar contigo unos minutos. Eso es todo.
Solté un pesado suspiro y puse los ojos en blanco. La cerradura cedió y la puerta se abrió de par en par. Entré, pero me puse justo en medio de la entrada, con los brazos cruzados. Mi paciencia parecía drenarse más y más con cada gota que caía del cielo.
―Habla, pues.
Garrett tomó aire y, por primera vez, noté en su rostro una expresión de angustia.
―Dorian... ―comenzó, con la voz súbitamente temblorosa―. Sé que soy un imbécil y no hay nada que pueda hacer para enmendar lo que te hice sentir. Sé que jugué contigo y di por sentado que te tenía... y que, aún así, jamás te hice saber que en realidad quería estar contigo. Supongo que me tardé demasiado en darme cuenta de lo mucho que te necesitaba, y cuando lo hice, te lastimé aún más. Sé que pensaste que estaba enojado, pero en realidad me moría de miedo... porque aún después de tanto tiempo, tenías razón: no sabía nada de ti, ni tú de mí, y estaba a punto de perderte y...
La voz se le quebró por sólo un momento. De inmediato recobró la marcha, y mi corazón parecía encogerse más con cada palabra.
―Y te perdí. No quiero perderte, quiero iniciar de cero... quiero que me creas cuando te digo que lo siento, y que me muero de ganas de conocerte y hacer que te enamores de mí, así como tú, sin saberlo, hiciste que yo me enamorara perdidamente de ti.
De no ser por el aguacero que caía afuera, el resto del mundo parecía haberse sumergido en un silencio sepulcral.
―No... ―murmuré, demasiado bajo para que alguien me escuchara―. No tienes... ¿qué? Ay, Garrett...
Me dolía la cabeza, y estos ojos, que aparentemente sólo servían para llorar, amenazaban con desbordarse de nuevo. Garrett se acercó para abrazarme, pero yo lo mantuve lejos con un brazo, mientras con el otro me cubría la mitad del rostro.
―No puedo, Garrett. No sabes... lo que es... ―me estaba costando demasiado trabajo articular frases coherentes―. No. No puedo.
―Sí sé lo que es ―se adelantó él, subiendo precavidamente el primer escalón―. Años antes de conocerte, un idiota me hizo creer que era su mundo. Que me iba a llevar con él a conocer muchos lugares. Que íbamos a envejecer juntos. Que me iba a amar toda la vida... y yo le creí. Me ilusioné.
No cualquiera se atreve a abrir por alguien una vieja herida. Hacerlo es, probablemente, la prueba más irrefutable de confianza que alguien pueda darte. Mucho más fácil es decir: "pero mejor no hablemos de eso", y cambiar de tema. Mucho más fácil es hacer como que la herida no existe.
Y aún así, ahí estaba Garrett, con lágrimas en los ojos disfrazadas de gotas de lluvia, abriendo esa herida para que yo supiera que su dolor era verdadero.
―Luego llegó otro, más joven, más alto, y ahí se acabó el amor. No comí durante días. Quería morir. Y salir de eso me costó mucho más trabajo del que me costó enamorarme de él. Por eso me prometí a mí mismo que jamás volvería a pasarme; que nunca volvería a dejar que alguien llegara a donde él llegó.
Garrett hizo una pausa para tallarse los ojos, esos brillantes zafiros que ahora lucían diferentes, opacos.
―Y luego te conocí, y sin darme cuenta te dejé llegar. Cuando lo descubrí, no pude reaccionar sino con miedo, y aún más cuando me di cuenta que te había hecho exactamente lo mismo que me habían hecho a mí. Había jugado contigo, te había ilusionado, y por eso sé que soy un imbécil y no te merezco. No te merezco y, aún así, quiero merecerte. Quiero demostrarte que lo imbécil que soy es sólo una pequeña parte del conjunto. Quiero dejar de ser tan egoísta y empezar a querer de verdad a alguien... y sólo si ese alguien eres tú. Dorian.
Eso fue lo que me venció. Nadie, jamás, había dicho mi nombre de esa manera. Como un suspiro o una súplica; como quien recobra la consciencia después de un coma de meses. Sentí su aliento invadirme mientras subía el segundo escalón, quedando justo frente a mí.
Garrett reposó su frente sobre la mía, y yo dejé caer mis hombros. El ambiente olía a su loción y a tierra mojada, pero la lluvia había dejado de caer. Mis brazos se apoyaron inconscientemente sobre sus hombros, y lentamente sentí cómo sus manos se acoplaban a mis caderas, como tantas veces lo habían hecho.
Sus labios buscaron los míos; sabían a sal y a él. Lo besé igual que la primera vez, bajo aquel mismo umbral, con la diferencia de que ahora ninguna fuerza extraña me tenía poseído; era yo quien lo deseaba. Yo quería que me tomara entre sus brazos y me hiciera sentir, al menos durante un instante, que todo estaba justo donde tenía que estar.
Entre besos y suspiros nos fuimos hasta el sofá, que reposaba frente a una enorme chimenea de piedra. Garrett me desnudó lentamente, disfrutando de cada rincón de mi cuerpo, y haciéndome gemir mientras lo hacía. Sus labios pasaron de los míos a mi cuello, a mis costillas y a mi erección.
Me quedé ahí, de pie, saboreando cada centímetro que entraba y salía de su boca. Sus manos jugaban con mis nalgas, y yo con su cabello. Garrett me miró, con sus infinitos y brillantes ojos azules, sacó mi pene de su boca y lo frotó contra su barba incipiente. Me estremecí.
Después, me sujetó suavemente y me puso de rodillas frente a él. Arqueé la espalda para que pudiera verme bien, justo como sabía que le gustaba. Casi podía verlo, con esa sonrisa de satisfacción en el rostro mientras tomaba su enorme erección y la frotaba contra mi agujero. No lo veía, pero lo sentía, ¡y cómo había extrañado tenerlo dentro de mí!
Garrett me hizo suyo por primera vez esa noche, y en todas las formas posibles. Así, abrazados como cuando todo terminó, abrazamos nos dormimos, hasta que la luna se ocultó tras las nubes y toda la casa se llenó de sombras.
Pero antes de dormirme, le rogué a Dios que dejara que esa sensación indescriptible y cálida durara hasta la mañana siguiente. Y por primera vez me hizo caso.
ESTÁS LEYENDO
El león y la gacela
RomanceMe llamo Dorian; mi apellido no es importante. Quizás deberías saber que tengo veintitrés años, que mi cabello es negro y mis ojos cafés. Que no tengo nada de especial. También deberías saber que soy gay, pero a diferencia de la mayoría de mis "cama...