3:02

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Leí ese mensaje unas diez veces, pero mi mente, aún adormecida, no sabía cómo procesarlo. ¿En verdad era posible que un hombre tan guapo se hubiese fijado en mí? ¿Qué tal si la persona que me había hablado no era la misma de la foto? ¿Qué tal si era un asesino serial?

Sacudí mi cabeza, ahuyenté mis pensamientos y me metí a bañar. La imagen de Garrett, la única que conocía, apareció frente a mí al sentir la calidez del agua sobre mi espalda, deslizándose hasta mis muslos. Con mis manos dibujé el sendero que deseaba que sus dedos recorrieran, desde mi barbilla y hacia abajo, pasando por mi abdomen, mis nalgas y mi entrepierna.

Me detuve y abrí los ojos repentinamente. Nunca nadie había despertado estos deseos en mí, y era hasta cierto punto gracioso que un hombre que no conocía, que me había dicho únicamente dos palabras (¡por internet!), fuera el primero en lograrlo. Me queda claro que vivimos en un mundo muy extraño.

Salí de la ducha aún más confundido de lo que entré, y mientras me secaba y me vestía le dedicaba furtivas miradas al celular, como esperando que pasara algo sin saber bien qué. En cuanto terminé de arreglarme (¿para qué?), decidí dejar de darle vueltas al asunto y responderle. ¿Qué era lo peor que podía pasar? Asesino serial, respondió socarronamente una voz en mi cabeza. Tomé aire y abrí el mensaje una vez más.

No exagero; me tardé más de diez minutos en escribir un simple y escueto “hola :)”, e inmediatamente después de mandarlo me arrepentí y quise borrarlo, pero el daño ya estaba hecho. Ahora sólo quedaba esperar.

Esperé durante solamente unos minutos, pero cuando mi celular comenzó a vibrar de nuevo, yo sentía que había pasado una eternidad.

“¿Qué haciendo? ¿Estás libre hoy? Me gustaría conocerte.”

Casi me caigo del sillón, y mis mejillas se encendieron al instante. Sentía que iba montado en una montaña rusa, la más alta de todas, y que estaba por llegar a la cima para después caer sin control. Todo iba demasiado rápido. ¿Cómo era posible sentir tanto con tan poco?

“Estoy libre” respondí, y me sorprendí de haberlo escrito sin faltas de ortografía, porque mis manos temblaban violentamente. “¿Qué quieres hacer?”

Garrett (28) – En línea.

Escribiendo…

Escribiendo…

Escribiendo…

Cada punto suspensivo me arrebataba aún más el aire. Para cuando su mensaje llegó, mis pulmones ya estaban totalmente vacíos.

“No lo sé ;) estoy abierto a todo.”

Me mordí el labio. Mi cuerpo no se había movido del sillón, pero mi mente ya había viajado, de ida y de regreso, a cientos de lugares, buenos, malos y peores.

“¿Todo?”

Comencé a respirar muy rápido; si no me calmaba, me iba a dar un ataque de pánico. Un ataque de pánico no es precisamente lo que yo describiría como una buena primera cita.

“Todo… si tú quieres, claro.”

Y vaya que lo quería.

“Sí quiero ;) ¿qué hacemos, dónde nos vemos?”

Mis manos se habían vuelto a rebelar, a desconectarse por completo de mi mente. No sabía lo que estaba haciendo, y ese ímpetu, esa adrenalina, esa sensación de descontrol me encantaba.

“¿Vives solo? Podría ir a visitarte.”

De nuevo me quedé sin aire y comencé a hiperventilar. Garrett iba en serio, sabía exactamente lo que quería, y esa seguridad me hacía desearlo aún más.

“Sí, vivo solo. ¿Sabes dónde está la Plaza Metropolitana?”

“En el centro, sí. Yo también vivo cerca de ahí.”

Un escalofrío recorrió mi espalda. Había llegado al punto sin retorno.

“Te veo en la fuente en una hora, ¿ok? Voy de rojo.”

Inspeccioné detenidamente frente al espejo la camisa que traía puesta, y me gustaba cómo se veía.

“Perfecto. Cuídate Dorian :) te mando un beso. Nos vemos a las 3.”

No pude contestarle nada más, porque empecé a temblar de nuevo. Acababa de quedar de verme con un completo desconocido, que bien podría ser un asesino serial o un maniático sexual. El ataque de pánico me embistió con fuerza, tumbándome de nuevo en el sillón. No lo haría. No podía.

Abrí de nuevo la aplicación y vi su rostro, su afilada mandíbula y su barba incipiente, sus orejas pequeñas y esos ojos azules, perfectos. En persona debían serlo aún más. Tenía que averiguarlo. Tenía que conocerlo.

Así pasaron los segundos, los minutos y la hora. A las 2:51 me lancé sobre mi cama y grité contra mi almohada. A las 2:54 fui al baño y me mojé la cara. No podía hacerlo; no estaba preparado. A las 2:57 salí de mi casa, con el corazón en la garganta y las piernas temblorosas. Caminé durante cinco minutos con la vista pegada al pavimento, y con cada calle que pasaba deseaba regresar sobre mis pasos y esconderme bajo mis sábanas, pero una fuerza superior a mí y a mis complejos me impulsó a seguir.

A las 3:02 entré en la plaza, un enorme espacio situado entre dos grandes pilares blancos, que sostenían un techo de cristal completamente majestuoso. Cientos de personas entraban y salían, algunas con bolsas de tiendas caras, otras con vasos de Starbucks.

Y entonces, un par de ojos azules como el cielo se clavaron en los míos, y comenzaron a avanzar hacia donde yo me había detenido en seco.

El león y la gacelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora