Flores

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El fin de semana se pasó como agua, y en el caudal de mis pensamientos chocaban dos corrientes: Patrick y Garrett. Patrick era esa corriente repentina y refrescante, que me había hecho ver el amor desde otra perspectiva; Garrett, por su parte, era esa corriente constante y caudalosa que me había desbordado, dejándome débil y agonizante.

El recuerdo de las sonrisas del primero eran como una bocanada de aire fresco, de ganas de vivir, mientras que los interminables mensajes del segundo eran un recordatorio de que vivir a veces no es tan bello como lo pintan las novelas románticas. Cuando han jugado contigo, y por mucho que lo intentes, es imposible olvidar. Es como si en el alma quedara una cicatriz imborrable, como un cráter o una grieta que sólo el tiempo podrá (o no) sanar.

¿Y cómo se supone que olvide si este imbécil me sigue mandando mensajes cada media hora?

Al llegar a mi casa del trabajo, el lunes, descubrí un ramo de flores blancas en la escalinata que daba a la puerta principal. No tenían ninguna nota, ni siquiera anónima, pero yo asumí inconscientemente que eran de Patrick y sonreí al verlas. Aspiré su fragante aroma y entendí que son cosas como estas, que te aceleran el corazón y te hacen sentir mariposas, las que merecen ser recordadas.

Lo mismo ocurrió el martes, y Garrett finalmente había dejado de mandarme mensajes. Las cosas lentamente volvían a su cauce, y me sentí en calma por primera vez en Dios sabe cuánto tiempo. Esta vez eran rosas rojas.

Las coloqué en otro florero, uno muy bonito que mi mamá solía sacar sólo cuando mi papá le daba flores. Se veía perfecto ahí, en el recibidor, bañado por el reflejo de la luz que entraba por los ventanales.

Y el miércoles, cuando Patrick me acompañó a casa, volví a encontrar un ramo de florecitas azules muy pequeñas, como bolitas de algodón de azúcar amontonadas. Sonreí con todos los dientes y me volteé para darle un beso a Patrick.

―Eres hermoso. Gracias ―susurré a su oído en cuanto nos separamos, pero al verlo a los ojos percibí confusión.

―Tú eres más hermoso, pero ¿gracias por qué? Yo no te envié esas flores.

Mi estómago dio un vuelco.

―¿Estas? ¿O sea que sí enviaste las del lunes y las de ayer? ―pregunté, sobresaltado.

―No... no he enviado nada. ¿Quién es?

Su rostro lo decía todo: estaba celoso, pero también avergonzado. Quizás estaba pensando: ¿por qué a mí no se me ocurrió mandarle flores?

―Yo... no sé. Estaba segurísimo de que eras tú ―dejé de hablar y reagrupé mis pensamientos―. Lo siento, eh... seguro alguien se equivocó de dirección.

―Sí... sí, seguro fue eso.

Nos despedimos en la entrada de la casa, pero fue una despedida incómoda y forzada.

Las flores se quedaron afuera toda la noche, agitándose con el viento como si temblaran de frío, cobijadas únicamente por el cielo sin estrellas de la ciudad.

Y yo, cobijado por las sábanas de mi cama medio vacía, no pude conciliar el sueño por pensar en esas mismas flores, y en la única otra persona que podía haberlas mandado.

¿¡Por qué!?, grité a mi almohada en un ataque de rabia y llanto. ¿¡Por qué no me dejas en paz de una maldita vez!?

El león y la gacelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora