Mía suspiró, acomodándose de lado en una de las tantas camas de la habitación. La mata de cabello negro caía sobre su rostro mientras la oscuridad se mantenía vigilante sobre el sueño de sus hermanos. Bajo la manta azul, la protección y el calor eran el único aliciente de la relajación en su cuerpo, su mente dispersa y por completo vacía de cualquier tipo de sueño. Inquieto, creía adivinar los bordes de las camas vecinas y los rostros de los otros niños. Sus músculos estaban tensos por un presentimiento, el cansancio de su entrenamiento insuficiente para tumbarlo.
Las respiraciones, los otros suspiros y los quejidos en los sueños lo obligaron a sentarse entre las almohadas. Sus dedos sintieron la textura de la cobija, enredando los hilos entre los dígitos antes de desenredarlos de nuevo en un movimiento constante, continuo, hasta que reunió el suficiente impulso para girar la cintura y posar uno de sus pies en el piso.
La piedra, el mármol se recordó con rapidez, estaba fría y lisa, llena de energía de los minerales que lo formaban. Igual a otros restos de tierra que se encontraban en casi todas las habitaciones de la mansión, la conexión de la antigua vida le comunicó información sobre los otros miembros del cuarto y otras presencias invisibles para el ojo. En la penumbra, el carmín de sus ojos brilló como si contuviera fuego mientras se colocaba la bata también azul sobre la chaqueta. Las noches de la mansión siempre eran heladas como el infierno.
Miró la cama una última vez, estiró la mano, se detuvo y suspiró. Elevó la mirada a los planetas plásticos sobre la zona de su lecho. El universo de ese cuarto era limitado, pero su imaginación era imposible de contener en los reglamentos de Alfa. Y eso era invaluable de una manera aterradora. Sujetó la manta azul y la lanzó sobre sus hombros, envolviéndose con ella. Olía a pachulí, igual a un abrazo siempre listo para cobijarlo.
A través de las ventanas, la poca luz de las estrellas se deslizaba entre las nubes y caía sobre los objetos de la habitación, sobre algunas caras idénticas a las de Mía, pero más pacíficas y llenas de una inocencia distinta. Sin necesidad de ver hacia donde iba, dejó que sus pies desnudos guiaran el paso a través de las camas, de los cajones de ropas y de juguetes, de los uniformes preparados la noche anterior para un nuevo día.
Un ligero tirón en el estómago recordó que él no tenía preparado nada de ello. Sin necesidad de voltear, el sentimiento de culpabilidad habló de su cama sin hacer, de su cajón lleno de juguetes sucios y cerrado a fuerza sin orden. De su uniforme no quería ni hablar, las camisas llenas de arrugas, los pantalones con manchas y zonas desteñidas por el mal lavado. Sus hermanos no se reían, consecuencias grandes podían caer, pero podía sentir todos los días las miradas llenas de superioridad, de lástima, de confusión por no ser igual a ellos.
—Un sirviente incapaz de mantenerse en su lugar, de entender, no me es útil. Basura sin uso. —Era el fantasma de las palabras de Alfa en su cabeza, dentro donde su influencia existiría siempre al formar parte de su rama. Allí donde dolía más profundo, siempre estaban listas para que su ansiedad las captara.
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Mía
HorrorEn la mansión de los olvidos, Mía busca el regalo perfecto para el Amo. Un sirviente imperfecto, en sus pesadillas recuerda servir al Padre del Caos. En su despertar, los maltratos de una estructura de poder castigan su diferencia. Sin embargo, Mí...