En sus sueños, la realidad de su propia existencia no era más que una pesadilla y ese momento, sus dedos todavía regordetes entre los cabellos del amo, eran la única e innegable verdad.
—¡Papa, papa! ¡Hace mucho calor! —Sus palabras eran parte del crujido de la hierba tan amarilla como el propio sol, las plantas inclinándose a la figura del hombre con el niño sobre los hombros que caminaba en el sendero de piedrecillas grises. Las manos adultas sostenían a la criatura por los tobillos, la sonrisa del Amo ampliándose por el tono infantil de su hijo—. ¡Quiero helado, helado, papa!
—Ya has comido helado, pequeño. —Daba palmadas al ritmo de una melodía en su mente, quizás alguna de las nanas que cantaba a los niños. Sus ojos brillaron al escuchar un gorgollo como «uuuuh» de los labios infantiles. La expresión de su rostro era única: la de un padre amando a su hijo—. Tus hermanos y papá están preparando el almuerzo en estos momentos. No quiero que me maten por arruinarte el apetito.
—Uuhm... Pero tú eres el amo, papa. Tú mandas, no ese...
Demon perdió la expresión un instante antes de soltar una carcajada tan fuerte que las aves de los árboles tomaron vuelo al tiempo, hojas y ramas en los senderos, en las raíces llenas de frutos podridos. De la desgracia y de la muerte se alimentaba la vida de esos caminos, el ciclo de la Mansión tan implacable como los límites de la existencia terrenal sobre los seres sobre la Tierra.
—«Ese» te dio la vida, Mía —recordó el hombre de traje oscuro y corbata llena de dragones dorados, sus zapatos aún pulidos pese a los caminos llenos de polvo naranja. Sus paso resonaban apenas sobre los espacios de las rocas, brillantes y secas—. Debes tenerle un poco más de respeto. No podré protegerte toda la vida, menos aún cuando te asignen una familia a la cual servir.
—¡No! ¡Nunca, nunca tendré un Amo! ¡Seré Mía y moriré Mía! —exclamó, sus brazos elevándose al cielo mientras su sonrisa llena de hoyuelos mostraba los primeros signos del hombre en el que se convertiría—. ¡Porque soy mio y solo mía! ¡Mía, Mía!
Demon negó. Besó uno de sus tobillos, sus aliento causándole cosquillas al niño.
—No. Eres mío, mío. Mi pequeño Mía.
El rostro de Mía era un círculo casi perfecto, sus mejillas rellenas y el cabello negro una mata desordenada tras sus orejas. Lanzó los brazos sobre la cabeza contraria, apoyó su barbilla y suspiró contra las hebras castañas. Los corazones de ambos se sentían tan cálidos como el propio día.
Demon movió los hombros, haciéndolo bailar hasta que el niño empezó a reír otra vez, sus manos subiendo y bajando al ritmo que le marcaban. Volvió otra vez al punto inicial de conversación, su barbilla apoyada en la coronilla del adulto.
—Me comeré todo, todo el almuerzo. Hasta repetiré. Lo prometo de aquí a la luna. Así que, por fa, ¿puedo comer más helado, Papa? Chocolate esta vez. Ya no le diré ni ese a papá Alfa.
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Mía
HorrorEn la mansión de los olvidos, Mía busca el regalo perfecto para el Amo. Un sirviente imperfecto, en sus pesadillas recuerda servir al Padre del Caos. En su despertar, los maltratos de una estructura de poder castigan su diferencia. Sin embargo, Mí...