Paseo

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La parte trasera de la mansión era tan impecable como el resto de la construcción

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La parte trasera de la mansión era tan impecable como el resto de la construcción. El trazo de los caminos que llevaba a la carretera de grava negra nacía en las puertas dobles. Arboles de perfecta forma y parterres de abundantes flores formaban laberintos de baja altura, fuentes de mármol de agua en las intersecciones del camino de piedra. Banquillos de maderas para disfrutar el paisaje, senderos por los cuales andar en los momentos tranquilos de los descansos.

Mía se escurría entre los arbustos, sus tentáculos bien pegados al piso para no atraer la atención de los Giovannis entrando y saliendo de las puertas entreabiertas. El clima animaba a la conversación, las mujeres de faldas ligeras de algodón y blusas de colores bajo sus delantales, los hombres con las camisas largas arremangadas y pantalones de tejido delgado y fresco.

Pese a ello, como siempre observaba Mía en esa mala costumbre de compararse, incluso en esa ligereza existía orden y elegancia. Las arrugas alrededor del cuello eran lo suficientes para lucir desorganizadas, pero aún así en diminuto número para calificarse de agradables.

No existían manchas ni cabellos mal colocados durante la cocción o la preparación de los ingredientes, tampoco esfuerzo en sus gestos al sacar bolsas de basura, cargar sacos o llevar pesadas cajas llenas de vegetales a las cestas preparadas solo para ello. Mía los observaba y no veía sirvientes en dura faena, sino bailarines profesionales en las noches de estreno que eran sus vidas diarias, realizando aquello que más les gustaba.

El perfume que se deslizaba de entre las rendijas de las ventanas era una mezcla de vegetales, de carnes y de distintos condimentos que hicieron su estómago ronronear. Se detuvo bajo la sombra de uno de los banquillos de piedra, quedándose tan quieto que ni el más desocupado de los sirvientes lograría separarlo de las penumbras.

Quizás pudiera deslizarse y robarse alguna de las ristras de salchichas... Sin embargo, la cara del Amo se mantenía fija en su cabeza y la posibilidad de hacerlo feliz se encontraba en alguno de los autos de la cochera. Sus pensamientos no podían desviarse a las delicias de la cocina, sino en concentrarse en su objetivo primario y único: conseguir el regalo perfecto para el Amo.

En la precariedad de su escondites, repasó algunos de los regalos que el Amo más apreciaba.

Estaban el abanico de dibujos entretejidos de grullas y de mariposas que usaba en los días más calurosos, deslumbrante la sonrisa de lado siempre que lo sacaba; también se encontraba el sombrero de copa negro que siempre reposaba en su oficina y miraba con nostalgia. También estaban las pinturas hechas por alguno de sus hijos; carpetas llenas de canciones a su nombre y estatuillas hechas desde cerámica hasta de conchas traídas desde las profundidades del océano.

Mía descartó al instante objetos similares, quería algo único que solo lo recordara a él. A su vez, descartó la joyería. Pendientes, collares diversos, el Amo tenía infinidad de ellos, pero solo utilizaba a diario ese insignificante anillo de oro en el dedo derecho. Las marcas de lotos y dagas no tenían nada llamativo.

MíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora