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Es gracioso que transitemos por la vida sin saber quién espía nuestras sonrisas, quién nos piensa con cada canción, quién nos sufre cuando le hablan de imposibles

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Es gracioso que transitemos por la vida sin saber quién espía nuestras sonrisas, quién nos piensa con cada canción, quién nos sufre cuando le hablan de imposibles... Es gracioso, y a la vez absurdo, desconocer a quién le alegramos el día cuando nos ve pasar. Ella no lo sabía, pero mis días cobraban sentido por su existencia.

La primera vez que la vi no pude hacer más que sonreír. Era mi primer día de trabajo en una obra frente a una cafetería en el centro de la ciudad. Ella, que trabajaba en esa cafetería, pasó como una loca cerca de mí, mientras me ajustaba el casco para comenzar con mi faena.

—Voy tarde, voy tarde... —se decía, lo suficientemente alto como para que yo alcanzara a escuchar.

Cruzó por mi lado sin verme siquiera, llevaba auriculares puestos y sacó su teléfono del bolsillo, según me pareció, para ver la hora. El tropezón que dio un segundo después la llevó a maldecir los lunes, a su jefe y a la sociedad en general. Cruzó la calle y entró apresurada a la cafetería, mientras yo sonreía como un tonto. ¿Quién era ella y por qué razón había causado ese efecto en mí? No sé como luciría yo ese día, pero estaba secretamente feliz, una felicidad que parecía carecer de sentido y, sin embargo, ahí estaba.

Durante dos semanas la vi pasar hacia su trabajo. Su impuntualidad se transformó en lo más bonito de mi vida. Y es que si ella hubiese llegado a tiempo, yo no hubiera podido verla. Seis gatos y unos ocho perros desayunaron durante esos días gracias a ella, que parecía no soportar ver animales indefensos y, por más retrasada que estuviera, siempre sacaba algo de su mochila para alimentarlos. Su corazón me pareció más bello que su sonrisa, que era sin dudas lo más hermoso que había visto en la vida. Fue entonces que empecé a soñar, mis viejos cuadernos de notas salieron por fin de la gaveta y se llenaron de los poemas más ridículos que podrían existir. Recuerdo el primero que hice: «El albañil y la camarera». Tan solo el nombre era más estúpido que el hecho de que yo no me le acercara. Y fue justamente por causa de uno de mis poemas sin sentido, que me di cuenta de que no sabía su nombre. Así que aquella noche me decidí a hablarle. El espejo fue mi más leal compañero y me escuchó repetir ocho mil intentos de un Hola, que parecía no tener el énfasis suficiente en la letra H.

Aquel jueves me despertó la ansiedad, y me acompañó al baño, durante el desayuno y todo el viaje en el autobús, de solo pensar que le hablaría. ¡Maldita timidez que había heredado de Dios sabría quién! Como todos los días, ella apareció, con su paso apresurado y escuchando esa música cuyas letras yo desconocía, pero me ilusionaba pensar que hablaban de lo que ella me hacía sentir. En mi horario de descanso fui hacia la cafetería. Me moría de nervios y al mismo tiempo quería que supiera de una vez de mi existencia. Lo primero que hice al entrar fue buscarla con la mirada. Una de sus compañeras era quien atendía en la barra. Hice mi pedido mientras miraba a mi alrededor, deseoso de verla. Estaba a punto de pagar cuando una puerta se abrió cerca de mí, y ella apareció, cabizbaja.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó la otra chica.

—Que hoy es mi último día aquí —respondió ella, y su mirada triste me removió las entrañas.

Desequilibrio: Amores incompletosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora